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LAS LEYENDAS DE SAN MIGUEL

De: PAULINA CADENA

LA CELEBRACIÓN ENCANTADA

En San Miguel de Allende, en el Valle del Maíz, un barrio en la parte alta de la ciudad, los vecinos cuentan que, en algún lugar de Los Picachos, los emblemáticos cerros que se levantan imponentes al sur de la región, hay una cueva encantada y que dentro de ella se encuentra otro San >Miguel, suspendido en el tiempo. Dicen que, en las calurosas noches de Cuaresma, particularmente en la del Jueves Santo, muy de madrugada se escuchan a lo lejos los sonidos de una celebración: música, cantos, tamborazos, gritos alegres de niños, chirimías, trompetas, violines y cohetes, además de una banda de viento que acompaña a un par de animados personajes que gritan: “¡Vivan los novios!”.

Algunos curiosos, atraídos por la algarabía, se han atrevido a salir de sus casas a esas horas de la noche. Cuentan sus familiares que partían decididos a unirse a esa celebración; aquellos alegres sonidos parecían hipnotizarlos. Hay quienes han visto a la distancia a personas que acompañan a los novios, quienes, entre músicos, coheteros y una multitud de invitados caminan hacia Los Picachos. Otros sólo escuchan la música a lo lejos, sin que observen a nadie. Sin embargo, en lo que todos coinciden es en que por más que quieran darle alcance a la gran bulla jamás logran hacerlos, pues entre más intentan caminar hacia ella, más lejos se observa, y mientras más se quiera seguir la música, más lejos se escucha.

No obstante, hay algunos pocos que son elegidos, los especiales; aún no se sabe si en cierto momento algún familiar decide llevarse a otro o si la cueva en sí es la que elige a los que entrarán a ella. Pero hay algunos que, sin saber lo inusual y lo extraño que es aquello de lo que están formando parte, pueden integrarse al festejo; caminan junto a la comitiva, cantan y bailan hasta que se les ve llegar a la cueva, y a partir de ahí no se sabe nada más de ellos.

Algunos otros han logrado salir de la cueva, pero sólo se les invita una noche, pues cuando pretenden regresar, la encuentran tapiada.

La leyenda indica que cada Jueves Santo saldrá de nuevo la procesión; habrá unos que la escuchen, otros que no que la vean, pero sólo unos pocos formarán parte de la celebración y se adentrarán en la cueva encantada.

Alguno saldrá al día siguiente y no podrá regresar nunca; aquellos designados se habrán de quedar a vivir para siempre en ese otro San Miguel, ubicado en una dimensión diferente, en donde el tiempo no pasa y la fiesta, las risas y la música duran para siempre.

 

 LA CASA DEL INQUISIDOR

Hay una casa, en el número 18 de la calle de Cuadrante, que fue contraída en 1780 y perteneció a una familia de apellido Castilblanque. La tradición popular narra que tiempo después en ese inmueble habitó un consejero de la Santa Inquisición, un señor que un par de años antes de su muerte no volvió a salir de la casa ni para lo necesario y que al morir quedó atrapado en sus muros. Ahora, en las noches, se le escucha vagar por los pasillos, patios y recovecos.

Hace no mucho tiempo un joven exitoso adquirió la casa -era hermosa-, a la cual, contó, no pudo resistirse, como hubiera algo dentro de ella que los hubiera llamado. Pasaron algunos días normales y otros con ciertos detalles que no podrían explicarse; así, una noche, mientras dormía, fue despertándolo poco a poco un tumulto de voces y música que provenía de la planta baja. A duras penas, y con un tanto de valor, dejó su cama y bajó despacio las escaleras para ver qué sucedía: encontró la sala llena de personajes vestidos a la usanza antigua, como de la época de la Inquisición, que se encontraban entre una especie de neblina; aunque veía que las personas hablaban y los músicos tocaban, todo estaba casi en silencio. La música y las voces que lo había despertado ahora se echaban lejanas y no podía entenderse ni una sola palabra de lo que decían.

Aturdido, de pronto, entre la multitud, sitió que alguien lo miraba fijamente; al fondo de la sala distinguió a un hombre vestido con traje oscuro y sombrero de ala ancha, adornado con una pluma negra, quien lo miraba con detenimiento: sus ojos desprendían un brillo color naranja, como si dentro de ellos hubiera fuego. Era el inquisidor, el hombre de quien alguien le había advertido antes de comprar la casa. Él lo supo al verlo corrió a esconderse en su habitación; cerro la puerta y se metió a la cama, esperando a que los rayos de sol salieron lo más pronto posible. Aterrorizado, escuchó el sonido de las botas acercándose por el pasillo. La puerta se abrió lentamente, con un chirrido que le heló la sangre; el inquisidor lo observó durante un instante, que le pareció eterno; después simplemente siguió su camino y se esfumó a través de un muro.

Aquello fue suficiente para que el joven se decidiera a vender la casa y nunca regresar. Dicen que cuando pasas por la calle de Cuadrante, puedes ver en ocasiones en alguna ventana a un señor que te observa fijamente y que sin motivo aparente hace que te enamores de esa casa ay desees poseerla.

 

LOS MÚSICOS DE PIEDRAS CHINAS

Hace muchos años en San Miguel había un grupo de músicos que tocaban toda la noche y de madrugada; al terminar una de sus jornadas escucharon que una carreta bajaba por el Callejón de Piedras Chinas, lo cual les pareció muy extraño, pues es estrecho. Cuando salieron a ver lo que ocurría, la carreta se detuvo y descendió un hombre elegante, quien llevaba un sombrero que le hacía sombra, por lo que no se le veía el rostro. El hombre misterioso les pidió que fueran a tocar a una fiesta. Los músicos le dijeron que eran las tres de la mañana, que estaban cansados y que querían irse a dormir, pero él les prometió comida, diversión y buen dinero si lo acompañaban. Además, les dijo que cuando acaban de tocar, él mismo los traería de regreso a Piedra s Chinas.

Los músicos aceptaron, pero de los siete que integraban a banda solo seis cupieron cómodamente en la carreta; el hombre de sombrero se dirigió al que no se pudo acomodar, el trompetista, y le dijo con tono autoritario: “Anda, tú mejor vete a casa, que con ellos armaremos la fiesta”. La carreta partió, y durante el camino los músicos no sintieron el testereo de las piedras, como si fueran volando; al parecerles extraño, se asomaron a los costados y vieron los campos de magueyes y nopales debajo de ellos.

Llegaron a una hermosa y lujosa hacienda, muy iluminada, en donde les indicaron el lugar en que debían tocar; mientras se acomodaban, comenzaron a reconocer en los rostros de os asistentes a algunos vecinos de San Miguel que ha había muerto. Asustados y queriendo volver a casa buscaron a patrón, pero no lo encontraron, así es que tocaron y tocaron hasta que un tipo malencarado, con sombrero de ranchero, les dijo que habían terminado y los subió de vuelto a la vieja carreta tirada por mulas; después de tal susto se quedaron dormidos enseguida.

Al amanecer despertaron en un cerro, golpeados y sin el dinero prometido. Un arriero que iba pasando por ahí los regresó al pueblo. Los músicos, asustados y malheridos, buscaron a su amigo de la trompeta para contarle su desafortunada aventura, y cuando lo encontraron, él sacó un escapulario de debajo de sus ropas y les dijo: “Por esto a mi no me quiso llevar; traigo mi escapulario. Este tipo era el diablo, y ustedes fueron a tocar a una fiesta en el infierno”.

Así es que, si un músico camina en la madrugada por Piedras Chinas, es posible que un nombre llegue en una carreta a preguntarle si quiere tocar en una fiesta; le prometerá dinero y comida, pero más le valdrá que no lo convenza de ir… porque quien sabe si regresará.

 

 EL HIJO DE LA LLORONA

Cuenta que hace mucho tiempo cuatro amigos solían irse de juerga nocturna por el rumbo del Chorro. Una noche de septiembre, cuando la luna estaba ata en el cielo, los amigos escucharon un llanto entre la maleza y comenzaron a escuchar de dónde provenía. En eso estaban cuando, a la luz de la luna, vieron a una mujer vestida de blanco, con cabello largo, que descendía lentamente por la bajada del Chorro. Comenzaron a seguirla y a llamarla, pero por más esfuerzos que hicieron ella se adelantaba y no podían alcanzarla. Cuando llevaron a los lavaderos, por fin uno de ellos le dio alcance y le tocó el hombro; la mujer volteó a mirarlo y lanzó un terrible grito, que fue seguido por un llanto desconsolado: ¡era a Llorona!

Los amigos corrieron despavoridos hacia el parque Juárez y se escondieron debajo de uno de los puentes. De pronto se escuchó que la mujer caminaba entre el agua del río, llorando y gritando, acercándose cada vez más y más a ellos. Cuando la llorona pasó cerca de donde se encontraba uno de los jóvenes, éste tuvo el valor de levantar la mirada y pudo ver que la mujer tenía cara de caballo. Aterrorizados, viejo cómo aquel ser fantasmal se perdía con rumbo de la fuente del Golpe de Vista. Se quedaron debajo del puente hasta que ya no la escucharon, y cada quien corrió a su casa.

Uno de ellos contó la historia a unos individuos, los cuales por curiosidad se organizaron para ir en busca de aquella mujer. Un par de semanas después fueron a paraque Juárez en punto de la medianoche; de repete, uno de ellos vio a lo lejos a una mujer, de espaldas, que parecía hermosa: usaba un vestido blanco y sollozaba de manera discreta. Se apartó de los demás y decidió acercarse; antes de que pudiera hacerlo, la mujer caminó hacia el río, provocando que el susodicho también se adentrara en él, y cuando logró estar cerca y a punto de tocarle el hombro, ésta volteó y emitió un grito aterrador que lo congeló; sin poder gritar del susto, cayó al río y no fue sino hasta por la mañana que sus conocidos lo encontraron. Lo llevaron a casa de su madre, en estado catatónico. Dicen que hasta su muerte no volvió a decir palabra alguna. Desde entonces, los que sabían del caso advertían a quienes podían que no se acercaran a medianoche al río que corre por el parque Juárez.

Sin embargo, aseguran que siempre hay valientes que se retan a encontrar a la mujer, y alguno de ellos logran verla llorando, lo que se convierte en el momento mas aterrador de su vida. Algunos habitantes deben caminar a horas tardías por el parque debido a su trabajo, pero comentan que pasan corriendo, sin voltear cuando comienzan a escuchar el sollozo.

 

 EL PERRO DEL CALLEJÓN DE LOS SUSPIROS

En San Miguel de Allende, hace mucho tiempo, un chiquillo que vivía en la calle de Terraplén se preparaba para ir a la escuela como todos los días; tenía entre ocho y diez años. A diario tomaba el mismo camino: daba vuelta en la calle de Tenerías: después tomaba el Callejón de los Suspiros, un pedacito de Nemecio Diez hasta la esquina con Zacateros, donde abordaba el camión. Uno de esos días, a su paso, vio a lo lejos a un perro negro gigante que lo miraba fijamente, enseñándole los colmillos de manera no muy amable, por lo que decidió tomar otro camino para evadir al animal.

A la mañana siguiente, le comentó a un hermano suyo aquel acontecimiento, y éste le aconsejó simular que tomaba una piedra y que se la aventaba, no había perro que no corriera ante eso. Siguiendo el consejo, al encontrarse de nuevo con el canino agarró una piedra del suelo y fingió aventarla, pero el animal se enrabió aún más, lo suficiente para que el niño regresara lo más rápido posible a casa,

El chiquillo se ausentó de clases; su madre le preguntó el motivo. Al enterarse del suceso, la mujer fue en busca del dueño del animal; tocó de puerta en puerta y descubrió que nadie a la redonda poseía un perro con tales descripciones. Sin embargo, otro niño de la zona le narró la misma historia: rumbo a la escuela el perro negro le impedía el paso, obligándolo a que caminara mas o a que faltara a sus deberes.

La madre le colgó en el cuello una cruz a su hijo y le dio la orden de que no se la quitara por ninguna circunstancia. Desde entonces, el pequeño nunca volvió a ver a ese pero negro que lo acechaba en su camino a clases.

No obstante, la leyenda refiere que ese animal no solo se les aparece a los niños, sino también a cualquier transeúnte, mostrándole los colmillos y provocando que cambie de rumbo.

 

 

 LAS ÁNIMAS DE LA CAÑADITA

 El barrio de Ojo de Agua es uno de los mas antiguos de San Miguel; existe desde que se fundó la ciudad. Cuentan que hace mucho tiempo vivía, casi frente a la capilla de ese lugar, una viejecita a quienes todos conocían como doña Lucita; era tan anciana que los habitantes de la región  murmuraban que de su familia y amigos era la única que quedaba viva. Doña Lucita se mantenía de hacer tortillas y gorditas, de esas de maíz quebrado que aún ahora es posible encontrar en cualquier mercado de San Miguel.

A doña Lucita los años se le notaban en los cientos de arrugas de su cara y en las rodillas, ya dobladas y sostenidas por un bastón medio chueco  de alguna rama de mezquite que encontró por ahí. Caminaba lento; casi siempre salía de su casa todavía de madrugada y regresaba cuando ya estaba oscuro. Sus vecinos, preocupados, le recomendaban que buscara quien la acompañara; no fuera que algún ladrón o malviviente quisiera aprovecharse de ella.

Sin embargo, doña Lucita iba y venia con su canasta de tortillas y gorditas, sin preocuparse de nada, con el rosario en la mano y murmurando alguna letanía. Una tarde que regresaba a casa después del día de mercado, cuando iba subiendo a la Cañadita, un hombre, de entre la oscuridad y de aspecto sospechoso, se acerco a ella y le dijo:” ¡Buenas, madrecita! Oiga, ¿todas estas personas quiénes son?”. Doña Lucita le sonrió, dio media vuelta mirando detrás de su espalda y volvió a sonreír; el hombre siguió hablando: “Tiene, por suerte, una familia que la cuida, pues en la mañana cuando baja veo que van con usted, y ahora que regresa ahí vienen otra vez”. Doña Lucita le contestó: “Pues ya ve, nunca voy sola. Y aunque son mi familia y son mis amigos, no a todos los conozco; a diario le rezo a las animas del purgatorio cuando salgo de mi casa y otra vez cuando vengo de regreso. Los viernes dejo una limosna en el oratorio para que les digan una misa. Ellas nunca me dejen sola”. El hombre, nervioso y seguro de que lo que veía no era parte de este mundo, dio un paso atrás y, aturdido, dejó que la viejecita siguiera su camino, viendo de lejos que iba acompañada por una multitud de personas -hombres, mujeres y niños- que caminaban a su alrededor mientras ella, pasito a pasito, volvía a su casa.

Nunca nadie molestó a doña Lucita, pues siempre que pasaba por la Cañadita iba acompañada por aquella peregrinación de animas del purgatorio que la protegieron hasta su muerte.

Aseguran que a veces la ven caminando con un grupo de personas; tal vez ella regrese a visitarlos y a procurarlos como cuando vivía.

 

 EL DESCABEZADO

Existe un día en San Miguel de Allende, cuando la luna blanquea sus campanarios en medio de la oscuridad, más que ninguna otra, cuando en una noche peculiar todos los sonidos se silencian justo a las doce campanadas de la parroquia, a la hora en que las apariciones suceden y algunos espectros nos visitan.

Cuentan que hay un día peculiar en que al sonar la última campanada se escuchan las pisadas de un caballo a lo lejos, y con él poco a poco aparece la silueta de un jinete. Se le ve venir de la calzada de la Presa al puente de Umarán; da vuelta a la Plazuela del Fresno y después el Callejón del Colegio. Pasa por el Templo de la Salud para seguir por el Oratorio, la Casa de Loreto y la calle de Santa Ana (ahora Insurgentes) para perderse a lo lejos.

Una vez un hombre se armó de valor y al escucharlo a lo lejos se quedó en plena calle a esperarlo; conforme se acercaba, aquel hombre intuía que había algo macabro en el jinete, y cuando lo pudo ver de cerca, se percató de que le faltaba la cabeza. Era el Descabezado quien bajaba del Charco del Ingenio cabalgando en un corcel negro, y a galope infernal cruzaba la villa y se perdía en el arroyo de las Cachinches o en las tapias del viejo cementerio San Juan de Dios.

Aquel sujeto perdió la vista por siempre, y a partir de ese día que contó su historia, todo se santiguan al ver venir esa noche particular. Al escuchar el galope los habitantes se ocultan, cierran puertas y ventanas y se tapan los ojos y oídos. No se sabe si es verdad o mentira, pero yo les recomiendo que, si alguna vez los sonidos dejan de escucharse, la luna ilumina como nunca y escuchan a lo lejos un jinete acercándose a medianoche, cierren los ojos lo más fuerte que puedan… por si acaso.

 

 LA TAPADA MISTERIOSA

En san Miguel vivía una viuda humilde a quien todos apreciaban porque era buena persona. Había pertenecido a una familia noble caída en desgracia; se ganaba la vida planchando para sus vecinos y conocidos.

Una noche, después de haber estado toda la tarde trabajando, salió de su casa y “le dio un aire”, lo que le ocasionó una parálisis en el rostro que con el tiempo y la edad se convirtió en deformidad permanente: la boca torcida, un labio caído, los dientes chuecos, que provocaban que hablara con dificultad. Debido a esto, la mujer se tapaba el rostro con un rebozo negro para ocultar su apariencia. En ese entonces la primera misa de la parroquia era las cuatro de la mañana, pero como no dormía muy bien y quería escuchar la misa completa, llegaba antes y se sentaba en las puertas del templo hasta que el sacristán las abría minutos antes.

Cierta madrugada iba caminando por la calle de Corregidora cuando observó que de San Francisco venían unos parranderos, quienes comenzaron a seguirla y a llamarla con frases vulgares. Apresuró el paso y dio vuelta por la calle de Correo para dirigirse a la parroquia, pero los borrachos estaban por alcanzarla y no había nadie a quien le pudiera pedir ayuda. Entonces se acordó de su fealdad. Se detuvo debajo de un farol y se quitó el rebozo para que sus perseguidores la vieran; con tono lúgubre y fuerte emitió un “¡Haaaaaa!”. Los hombres soltaron un grito de espanto y se fueron corriendo en todas direcciones, como si el propio diablo los fuera persiguiendo. La viuda se quedó sola en la oscuridad de la noche, riéndose.

Tiempo después de que falleció la mujer, otros parranderos caminaban por la calle de Corregidora, a altas horas de la madrugada, cuando se toparon en su camino con una joven que se dirigía a casa después de una larga jornada de trabajo. Comenzaron a molestarla, cuando de pronto salió una mujer de entre las sombras y saltó sobre ellos mostrándole su rostro deforme, acompañado de un grito aterrador. Desde entonces comenzó a contarse la leyenda de esa misteriosa mujer que por las noches aparece para espantar a trasnochados y borrachos que molestan a las mujeres, haciéndoles pasar una de las peores noches de su vida.

 

 SEBASTIAN DE APARICIO Y SU BURRO

Al noreste de San Miguel hay un ranchito llamado San Sebastián de Aparicio, y a la orilla del camino, una capilla de la Santa Cruz. Cuenta la historia que Sebastián de Aparicio fue un español que llegó a la Nueva España y se dedicó a construir carretas para facilitar el transporte entre las poblaciones mineras; además de gran empresario, era un excelente ser humano. Acumuló gran fortuna, que empleó en obras de beneficencia.

A él también se le atribuye la apertura del Camino de los Partidas o Camino Borreguero, que iba de Zacatecas a la Ciudad de México, pasando por san Miguel.

A los setenta y un años, y después de haber ayudado a las personas que se le cruzaban en el camino, se hizo monje franciscano. Se comenta que un día que andaba peregrinando con su burro, el cual lo acompañaba siempre, se acercó a una herrería a la orilla del camino y le pidió al hombre que se encontraba trabajando que le hiciera la caridad de ponerle herraduras nuevas a su borrico, pues ya las traía muy gastadas. El herrero comenzó a trabajar; esperaba una buena paga, pero cuando terminó, el fraile le dijo:” ¡Dios se lo pague, hermano!”, disponiéndose a seguir su camino.

El herrero lo detuvo y le dijo que de ahí no se iría sin pagarle por su trabajo, “yo no tengo dinero, hermano. Vivo de la caridad y auxilio de mis semejantes”, le respondió el fraile Sebastián. Como el herrero estaba muy enojado, el fraile suspiró profundamente y le dijo a su jumento: “Ya lo ves, burrito, no tenemos con qué pagar, y eso ha molestado al hermano. Deja, pues, esas herraduras que no podemos llevarnos y sigamos adelante, que Dios, nuestro señor, proveerá”. El burrito, como si entendiera a su dueño, sacudió una a una sus cuatro patas y tiró al suelo las herraduras con los clavos. Sebastián las recogió, y se las devolvió al herrero y le dijo: “Usted perdone, hermano, y que Dios lo bendiga”. Después montó en su borrico y siguió su camino.

El herrero, atónito y arrepentido, trató de alcanzarlos, pero no lo logró; no se explicaba cómo aquel hombre y su animal pudieron entenderse, cómo aquel burro, después de sacudir sus patas, devolvió las herraduras. A partir de entonces, el herrero se volvió un hombre caritativo y humilde. Antes de morir derribó su taller, y con sus ahorros y la ayuda de sus vecinos construyó la capilla que hasta hoy puede verse a un lado del camino. En memoria de ese suceso, el rancho lleva desde entonces el nombre de Sebastián de Aparicio. Hasta ahora se cuenta la leyenda acerca de aquel día lleno de milagros; si algún día pasaras por la capilla, sabrías lo que motivó que aquel hombre la construyera.

 

 

 EL FANTASMA DE LA MADRE LINA

Doña María Josefina Lina de la Canal, “La Azucena de San Miguel” nació el 23 de septiembre de 1736. Sus padres, Don Manuel Tomás de la Canal y Doña María de Hervás y Flores, fueron benefactores de la villa de San Miguel, y cuando murieron, Lina utilizó su herencia para fundar el Convento de la Purísima Concepción. Más tarde ella tomó el hábito y el nombre de madre Lina. Murió a los treinta y tres años. Cuentan que antes de fallecer, de su nariz y sus oídos comenzaron a salir pequeñas mariposas. Todo San Miguel se puso de luto cuando murió, pues era muy querida por sus habitantes. La enterraron en una sencilla tumba en el coro, bajo el templo de las monjas.

Antes de perecer prometió que siempre cuidaría del convento y de sus monjas. Tiempo después llegó a San Miguel un caballero español llamado don Juan de Lahera. Era guapo y simpático, pero un tanto fanfarrón. Por esa época también se había avecinado en san Miguel una familia acaudalada que tenía una hija única, doña Isabel, de quien don Juan de Lahera, al conocerla, se enamoró perdidamente. Como ella no le correspondía, don Juan comenzó a andar triste y cabizbajo por el pueblo hasta que un día, harto, desesperado y molesto, declaró a los cuatro vientos que sería su esposa y que, si no lo quería por las buenas, la secuestraría para casarse con ella. Tras semejante amenaza, doña Isabel desapareció del pueblo, pero don Juan juró encontrarla, pues se sentía herido en su orgullo. Después de muchos meses supo que estaba en el convento de la Purísima Concepción como novicia, y sin ningún miedo decidió ir por ella.

Una noche entró a escondidas y entró a doña Isabel rezando; al ver a don Juan aparecer tan inesperadamente, se desmayó. Él no podía desaprovechar momento más oportuno y feliz, así que se decidió a tomarla en brazos, pero en ese instante salió una monja, a la cual de manera extraña la rodeaban mariposas, quien levantó un brazo y con voz enérgica le dijo: “¡En nombre de Dios, detente!”. Don Juan reconoció que aquella aparición era la madre Lina, y enloqueció por el miedo salió del convento como pudo, corriendo y gritando. Los vecinos lo vieron pasar, con asombro, pensando que era una visión de ultratumba, así que cerraron sus puertas y ventanas, persignándose devotamente. Don Juan llegó hasta el oratorio, y llamando con desesperación a la puerta del templo, pidió a gritos confesión. No fue la única vez que alguien aseguró haber visto a la madre Lena, rodeada de mariposas, cuidando a las novicias y hermanas de la congregación que en el convento habitaban, pues siempre custodiaba la iglesia que hoy todo mundo conoce como Las monjas.

 

 

 MONJES DEL PUENTE DEL FRAILE

En la antigua carretera que va de San Miguel a Celaya existe una antiquísima construcción de piedra, conocida como el puente del Fraile, cerca de Puerto de Calderón, antes llamado Puerto de Bárbaros. La historia nos dice que en 1575 los frailes franciscanos fray Francisco Doncel y fray Pedro de burgos iban a entregar dos figuras del señor de la Conquista, pero fueron emboscados y asesinados por los chichimecas en ese lugar: eran tiempos de guerra y conquista.

En épocas modernas hay un sinfín de inexplicables sucesos relacionados con la aparición de un fraile… O dos. Aunque nunca ha cobrado vidas, muchas personas han tenido percances automovilísticos en dicho puente; los que han sobrevivido al acontecimiento cuentan que antes de que su coche se desbarrancara vieron a un hombre vestido con el hábito de los franciscanos, parado a media carretera, al a la mitad del puente, quien aparecía en un abrir y cerrar de ojos mientras el conductor perdía el control del automóvil. Hay muchos otros que narraron que caminando por la zona ven a esta figura pidiendo auxilio, para después desaparecer súbitamente, dejando inmóviles a los que observan tal suceso.

En las culturas antiguas se creía que los puentes son pasos místicos que conectan el mundo de los vivos con el Inframundo o mundo de los muertos; tal vez por esta razón los frailes deambulan por el puente, abriéndose paso entre ambos mundos.

Hoy en día muchas familias acuden a dicho puente para realizar actividades recreativas, y tratan de irse antes de que la oscuridad llegue, ya que afirman que de no hacerlo seguro se llevarán un susto a casa. El antiguo puente sigue y seguirá siendo testigo de esta leyenda.

 

EL CALLEJON DE LOS CHIQUITOS

Cuentan los vecinos de un céntrico callejón que, desde las épocas de sus abuelos, en ese lugar se aparecen unos seres pequeñitos, traviesos y vivarachos, vestidos con trajes multicolores. Por la estatura que tienen los llaman los chiquitos, lo que le ha dado nombre al callejón. Las personas los han visto trepar por las bardas de adobe y jugar en las enredaderas, y cuentan que cuando el callejón todavía era de tierra era común ver por la mañana las huellas de pequeños pies descalzos por todos lados.

A los chiquitos les encanta hacerles travesuras a los transeúntes, como a aquel vecino trasnochado que vio una gallina gorda picoteando por el callejón y pensó en atraparla y llevársela a su casa, pero cuando la persiguió, la gallina corrió hasta la mitad del callejón y ahí cambió de forma, convirtiéndose en un duendecillo que reía sin parar, burlándose de él, lo que ocasionó que el pobre hombre saliera huyendo y nunca volviera a pasar por ahí.

Dicen que, aunque los duendes cuidan la naturaleza, les gusta vivir en las casas de los humanos y hacerles diabluras. También cuentan que les gusta atraer a los niños pequeños, ofreciéndoles juguetes y dulces para así llevárselos de sus casas y hacer que se pierdan. Así que, por si las dudas, mejor andarse con cuidado cuando se atraviese el callejón de los Chiquitos; no sea que nos convirtamos en las próximas víctimas de las bromas de esos duendecillos.

 

 

TRADICIONES Y LEYENDAS SANMIGUELENSES

LIC LEOBINO ZAVALA

LA MADRE LINA

En el año del Señor de 1765, algunos días antes de aquél en que, con una solemnísima procesión púbica, se inaugura el Real Convento de la Purísima Concepción en la villa de San Miguel el Grande, llegó a tierras de la Nueva España. Procedente de Vizcaya o de Castilla la Vieja -pues a ciencia cierta no se supo desde luego su lugar de origen- un segundón español llamado don Juan de Lahera, hidalgo por cuatro costados y de ejecutoria y solar conocido, si hubiéramos de atenernos a los informes que espontáneamente, a grandes voces y con jactanciosos ademanes él mismo a todo el que quisiera oírlo, o simple hidalgo de gotera, si sólo nos resolviéramos a tomar en cuenta las rotundas afirmaciones de algunos paisanos suyos que aseguraban estar bien al tanto de su ascendencia y árbol genealógico.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que sus estrechas relaciones con el conde Casa de Loja -en cuya morada recibió franca y cordial acogida y cómodo alojamiento desde su arribo a esta villa-. hicieron que los vecinos del lugar comenzaran a tratarlo con rendido respeto y señalados miramientos, sin que por ello dejaran de murmurar a sus expensas, pues al socaire de las más aparatosas caravanas, suele tejerse una calumnia o musitarse un mal deseo.

Andando los días, llegó a rumorearse con visos de verdad que el tal sujeto eran un pariente lejano del señor de Landeta, a quien un marino ultrajado, un padre ofendido o algún otro enemigo exasperado y poderoso había hecho salir huyendo de su tierra y refugiarse en éstas, pródigas y acogedoras de la Nueva España, temeroso de la acción de la justicia más que de la jurada venganza, pues no era hombre de rehuir un encuentro a mano armada ni de amedrentarse por amenaza de más o de menos.

Esos rumores quedaron confirmados -a lo menos en lo relativo al parentesco- por una visita que, acompañando al conde de Casa de Loca y a don José Mariano Loreto de la Canal, hizo en el locutorio del convento a Sor María Josefa, quien, por mandato expreso de la Superiora, permaneció con el velo levantado durante la entrevista, en virtud de tratarse de su hermano y de otras dos personas que podían ser considerados como sus familiares, por pertenecer a la casa de Landeta, a lo que tanto cariño y gratitud debía la religiosa.

Gallardo y simpático mozo era don Juan de Lahera, y más habríalo sido sin la incurable fanfarronería y el exagerado amor propio que formaban su carácter.

Reñidor impertinente, y camorrista de encargo -pues por quiétame allá esas pajas tiraba de estoque y liaba a cintarazos y cuchilladas con el más pintado- era, además, gran bebedor y afecto a francachelas; galanteador incorregible de solteras y casadas, y muy capaz, llegado el caso, de poner a un naipe hasta sus imaginarios títulos de nobleza.

No había pendencia en la que no interviniera, ya andando o recibiendo; alboroto en el que no resaltaron sus audacias; mujer hermosa que no cortejara, ni zipizape de taberna o de garito en que no metiera baza.

En fin, que no tenía el tal don Juan parte alguna por donde el Diablo pudiera desecharlo.

A grado tal llegó su desenfreno, que su benévolo pariente y protector el conde de Casa de Loja -en cuya rica mansión moraba- harto de esa conducta licenciosa y hastiado de amonestaciones y regaños siempre inútiles, a la vez que, celoso del bien nombre de su casa, acabó por invitarlo a que buscara otro alojamiento; pero sin retirarle la pingüe pensión que desde su llegada le pasaba; con lo cual el mozo pudo continuar, con igual desenfreno y no menos escándalo, en su mismo plan de desordenada vida, aunque ya no en la casa del señor de Landeta.

Como un año después de la muerte de Sor María Josefa Lina de la Santísima Trinidad, vino de nuevo a residir en esta villa -de la que había estado ausente por algún tiempo- una acaudalada familia cuyo apellido no es de caso mencionar y que cifraba todo su orgullo en su hija única, hermosa y preciada flor de su noble solar.

Dechado de virtudes y dotada por el cielo de una belleza deslumbrante, era doña Isabel capaz de trastornar el seso al mozo más equilibrado, cuanto más al enamoradizo y voluntarioso don Juan de Lahera, quien desde el momento en que tuvo la suerte de poner sus ojos en doncella tan hermosa y linajuda, no vivió más que para ella ni tuvo otro pensamiento ni más aspiración y afán que encontrar el camino de su corazón y de su mano.

Parece que en esta ocasión la cosa iba de vera, pues como por encanto cesó en su vida de libertinaje y vicio, cambió por completo de costumbres y, triste y cabizbajo se le veía rondar día y noche la casa de doña Isabel.

Pero por más que rondó y suspiró bajo los balcones; a pesa de las almibaradas misivas que por diversos conductos hizo llegar a sus manos, y a despecho de las protestas de rendido amor y definitiva enmienda que en ellas incluía, no logró ablandar la dura roca de aquel corazón de veinte años, ya por no haber despertado en él sentimientos análogos a los de su constante rondador, o ya por sus antecedentes, tan poco recomendables y apropiados para considerarlo un buen partido.

Hasta que, desesperado el galán por tal desdén y tan, a su juicio, injustificada resistencia, dio al traste con sus buenos propósitos, rompió con sus sanas intenciones y, reanudando su desordenada vida, se dio a pregonar “urbi et orbi” que doña Isabel tendría que ser su esposa por voluntad o por fuerza y que, a ser necesario, no vacilaría en raptarla de su hogar, en las barbas mismas de sus ya alarmados deudos.

Más, al cabo de algunos días, cayó en la cuenta de que sus amenazas y balandronadas daban en vacío, pues doña Isabel había desaparecido de la noche a la mañana, sin que nadie pudiera o quisiera informarlo de su paradero.

Fácil es imaginarse la ira y el despecho que se apoderarían del chasqueado don Juan y el empeño que podría en averiguar el sitio en que la dama se ocultaba.

Todo el día se le iba en infructuosas averiguaciones, y, mientras más tiempo transcurría, mayor fuerza tomaba la tormenta que, en su natural altanero y bravío, desataran su orgullo herido y su amor propio ultrajado.

Hasta que, después de largos meses de andar tomando lenguas e inquiriendo pormenores, vino a saber que la extraviada prenda se encontraba recluida como novicia en el convento de las monjas, a donde la habían llevado, tanto el temor de sus familiares y el suyo propio a las amenazas de la temible calavera, cuando la vocación que de tiempo atrás venía revelándose en ella, por la vida monástica, a que tan inclinadas eran las doncellas nobles de entonces.

Esa noticia, en vez de aquietar los furores y desencadenadas pasiones del enamorado caballero, vino a exaltarlas o tal extremos, que incontinenti decidió emular -sin siquiera sospecharlo- al imaginario homólogo y antecesor suyo en ese género de sacrílegas empresas que un siglo más tarde creara la fecunda fantasía de don José Zorrilla, repitiendo en el Real Convento de las Concepcionistas de San Miguel el Grande que, según el célebre dramaturgo español, llevara aquel a cabo, más de dos siglos antes, en el de las Calatravas de Sevilla.

Resuelto, pues, a todo y en concierto con tres o cuatro desalmados de su mismo jaez, que, por moneda de más o menos, a auxiliarlo en su sacrílego rapto se obligaron, sólo quedo al acecho de favorable coyuntura para llevar a término su descabellado propósito.

El toque de ánimas acaba de zona en las iglesias de la villa cuando don Juan de >Lahera, escalando muros, forzando puertas con ganzúas de oro o valiéndose de sólo Dios sabe qué otros torcidos expedientes, se encontraba en el interior del Convento de la Concepción, semioculto entre las sombras de su imponente claustro.

Con felinas precauciones logró llegar hasta el coro bajo de la iglesia, en el que se hallaba el sepulcro de la Madre fundadora, y allí, a la escasa luz de una lampara votiva y de dos cirios que parpadeaban sobre el altear, vio a doña Isabel, que, arrodillada en un reclinatorio, con los ojos bajos y sin sospechar el peligro, se entregaba con fervor a sus oraciones, acompañada de otra religiosa que también oraba fervorosamente.

Don Juan -aunque en su busca iba- al dar con ella no pudo reprimir un gripo de pasión y de sorpresa:

                - ¡Doña Isabel! -exclamó.

Ésta, sorprendida también, alzo medrosamente los ojos y, al reconocer a don Jun y darse cuenta de sus aviesas intenciones, no tuvo fuerzas para articular palabra ni ponerse en pie; sino que, presa de indecible terror, sufrió un desmayo, y su delicado cuerpo de doblegó trémulamente sobre el reclinatorio en que oraba.

Don Jun vaciló por un instante; pero, repuesto al punto, ya se prestaba a tomarla en sus brazos para consumar el sacrílego rapto, cuando, de la losa misma bajo la cuando descasa la madre fundadora, surgió una religiosa que, interponiéndose entre la novicia y el doncel y abriendo los brazos ante éste, en ademán de protección y defensa, dijo con una voz extraña, que cual fúnebre doble resonó en los oídos del galán.

                -En nombre de Dios, ¡detente!

Don Juan, enfurecido por aquel inesperado obstáculo que a contrariar sus criminales propósitos se atrevía, clavó una mirada llena de amenazas en la religiosa; pero, al ver aquel rostro que una vez había contemplado en vida, en el locutorio del convento, y que tantas otras admirara en el retrato que existía en la casa de los señores de la Canal, sitió que sus cabellos se erizaban, que se desorbitaban sus ojos en un espasmo de angustia y de terror, que su piernas se negaban a sostenerlo; y, con un alarido espantoso en que exhaló todo el horror de que se hallaba poseído, gritó desaforadamente, presa de indescriptible pánico:

                - ¡La Madre Lina!

Y, enloquecido por el miedo, tropezando con los muros, aullando de terror entre las sombras del claustro, salió del convento sin saber cómo ni por dónde y se encontró en la calle, en medio de sus cómplices, que apenas podían reconocerlo y que, al vere el infinito espanto que en su actitud se retrataba, huyeron despavoridos, dejándolo entregado a su propia suerte.

Don Juan, corriendo entonces y lanzando gritos de terror, como si el fantasma lo fuera persiguiendo, atravesó las oscuras calles de la villa, ante el natural asombro de algunos vecinos que lo veían pasar como una visión de ultratumba y que atemorizados, cerraban puertas y ventanas, santiguándose devotamente.

Y ya casi sin fuerzas, fue a llamar al postigo de los Padres Filipenses, presa de febril delirio, dando diente con diente y pidiendo a gritos confesión

Nadie desde entonces volvió a ver en la villa al mozo camorrista y jaranero.

Pero es fama que algún tiempo más tarde, vistiendo burdo sayal y apoyando en el bordón del peregrino, cubierto de polvo y con el pelo y la barba enmarañados y crecidos, un hombre agobiado por la fatiga -o quizás por el remordimiento- y todavía con los ojos abrillantados por la fiebre, se presentó en un monasterio de la capital de Nueva España, pidiendo humildemente ser admitido como novicio.

Nadie habría reconocido en aquel hombre deshecho y miserable el antes gallardo y rumbo don Juan de Lahera.

 

 FRAY SEBASTIAN Y SU BURRO

Al noreste de San Miguel de Allende, como a dos leguas y media por el camino de herradura y un poco más lejos por el carretero, hay un rancho llamado “San Sebastián de Aparicio”, propiedad actualmente de la familia Sautto Malo, y en él, a la orilla del camino real, se alza una capilla consagrada al culto de una Santa Cruz, una de esas antiguas cruces revestidas de espejos, tan comunes y veneradas entre nuestros indios.

El nombre del rancho y la erección de la capilla toman su origen en una ingenua y deliciosa tradición, de ésas que huelen a flores del campo y tienen sabor de fruta silvestre.

I

Sebastián de Aparicio, nacido en España, en la pequeña aldea de Guadiana, provincia de Orense, fue hijo de Juan de Aparicio y de Teresa Prado, humildes labradores.

 Dedicado en su niñez a cuidar un pequeño rebaño, pasó después sucesivamente a Salamanca, a la ciudad de Zafra, en Extreemadura, y a Sanlúcar de Barrameda, lugares todos en los que desempeñó el humilde oficio de criado; pero más tarde volvió de nuevo a los trabajos del campo, en los que se sentía mejor, por estar más de acuerdo con su genio apacible, inclinado siempre al retiro y la soledad.

Al cabo de algún tiempo decidió embarcarse para Nueva España, a donde llegó después de larga navegación; habiendo desembarcado en Veracruz en el año de 1533, cuando contaba treinta de edad.

“Aquí- según dice el padre Croisset, de quién he tomado estos datos biográficos- dedicándose a la agricultura, valiéndose de los bueyes silvestres que en gran número andaban dispersos por los bosques; y, deseando dar más utilidad con sus bueyes, y siendo desconocido en este país el uso de las carretas, las hizo construir a un amigo suyo carpintero, también venido de España, facilitando por este medio el transporte de las labores de las minas de Santa María de Zacatecas a Méjico; y para hacer más atractivo este tráfico, abrió nuevos caminos por medio de las montañas y de los bosques, desde Méjico hasta Zacatecas, y hasta la ciudad de Los Ángeles, empresa ciertamente tan ardua, que hasta entonces no había podido efectuarse.

De aquí resultó que Sebastián se viera muy pronto dueño de grandes riquezas, de las que se servía para socorrer a los pobres, a los que tuvo siempre una caridad sin límites. Instruía a los ignorantes, corregía a los delincuentes, hacía grandes limosnas, daba préstamos de toda especie sin el menor interés, pagaba las deudas de los pobres, dotaba a las doncellas, alimentaba y proveía de todo lo necesario a muchas familias menesterosas, y, en suma, su casa era el refugio de los necesitados y él podía considerarse como el padre común del pueblo.

Casado y viudo por primera vez, se fue a vivir a Tlalnepantla, donde contrajo nuevo matrimonio y volvió a enviudar. Deseoso entonces de consagrarse por completo a Dios, empleó todas sus riquezas en obras de piedad y beneficencia, sin reservarse nada para sí, y, a la edad de sesenta y nueve años, entró como lego al convento de San Francisco, de México, donde tras duras pruebas y grandes dificultades, profesó el 13 de junio de 1573 a los setenta y un años de edad.

El provincial lo destinó al convento de San Juan Tecali, donde permaneció por un año, y de allí pasó a la ciudad de Los Ángeles con el cargo de limosnero que desempeñó hasta su muerte, siempre descalzo y sin prevención alguna, confiando solo en la Providencia Divina, sin temor a las inclemencias del tiempo ni a los peligros e incomodidades de tan lejanos y escabrosos parajes y con la perseverancia, la heroicidad y el espíritu de renunciación y sacrificio de aquellos primitivos frailes que, sostenidos por su ardor evangélico, hollaban con sus plantas incansables las soledades inmensas de la Nueva España.

“Quiso Dios- dice el padre Croisset- recomendar la eminente santidad de su fidelísimo siervo con exquisitos favores y particulares dones, como fueron el de profecía, el de penetración de los secretos del corazón y el de milagros. También se dignó concederle un poder extraordinario sobre las cosas inanimadas, y un dominio prodigioso sobre los animales más bravos, que a la voz de Sebastián que daban al instante mansos, y domesticados como si fuesen unos dóciles corderos.”

Murió el día 25 de febrero de 1600, a los noventa y ocho años de edad y 26 de su ingreso a la Orden Seráfica. Al día siguiente quisieron los religiosos sepultarlo con la pompa y solemnidad correspondientes a los grandes méritos del Santo; pero tuvieron que suspender la ceremonia por cuatro días, a causa de la multitud de gentes de todas clases que venían al convento y que a toda costa solicitaban tocar el cadáver, besarlo y llevarse un pedazo de su hábito, para conservarlo como preciosa reliquia.

“Fue enterrado en la capilla mayor de la iglesia del convento de San Francisco de la ciudad de Los Ángeles, donde después se visitó muchas veces el santo depósito, una en la noche del 19 de Julio de 1600; otra en 29 de junio de 1602, y otra en 28 de abril de 1632; y en todas se tomaron auténticos testimonios de la incorrupción y flexibilidad del cuerpo del siervo de Dios”

Con estas pruebas se ocurrió a la santa Sede para pedir su beatificación, y, examinadas por la Sagrada Congregación de Ritos sus virtudes, fueron declaradas en grado heroico por el Papa Clemente XIII.

Años más tarde, el Sumo Pontífice Pío VI aprobó algunos de sus milagros y decretó finalmente su solemne beatificación el día 17 de mayo de 1789.

II

Débese, pues a fray Sebastián de Aparicio según autorizadas opiniones, la introducción y el uso de las primeras carretas de bueyes en Nueva España y la construcción o apertura del camino carretero entre Zacatecas y la Ciudad de México, camino que sirvió para casi 3 siglos para transportar los minerales de aquella lejana región.

Al pasar por hoy las inmediaciones de esta ciudad, esa antigua vía de comunicación se conoció y sigue conociéndose aún con el nombre de “Camino de las Partidas” o “Camino Borreguero”, a causa de que por él llegaban las grandes hoy engordas de ganado que el Conde de Casa de Loja, las casas de los mayorazgos de los de la Canal, Los Sautto, los Lanzagorta, los Lámbarri y demás vecinos principales hacían venir desde las enormes propiedades rústicas que poseían tierra adentro hasta las haciendas cercanas a esta Villa, para las famosas “matanzas” que anualmente efectuaban aquí; y a causa también de que por el mismo camino salían para México, Acapulco y Veracruz, las numerosas partidas de lana, pieles curtidas o en bruto, cebo, cecina y demás productos de dichas “matanzas”. También por allí llegaban y salían las partidas de ganado y mulas y los trenes de carros que transportaban, el mineral y los metales desde Zacatecas hasta México, así como aquellas mentadas “conductas” de que tanto han hablado nuestros novelistas.

Esas “matanzas” que se hacían en las haciendas de Mexiquito o El Obraje, Don Diego y otras, fueron el origen de auge y la gran importancia que alcanzó esta villa en los tiempos de la Colonia, pues de ellas nacieron tres industrias principales, que proporcionaban trabajo y bienestar a la mayor parte de sus habitantes: la tenería, los tejidos de lana y la preparación del sebo y la cecina, que en grandes cantidades se exportaban a las poblaciones de mayor importancia y consumo.

Ahora bien, el camino de que vengo hablando pasa precisamente por la cuadrilla´ del rancho que unos designan con el nombre completo de “San Sebastián de Aparicio” y otros simplemente con el abreviado y más fácil de “Aparicio”.

Y, dicho lo anterior, ahora es ya de referir la tradición que dio origen al nombre del citado rancho y a la erección de la capilla que en él existe todavía.

III

Cuentan que cuando fray Sebastián, aligerado ya de sus riquezas y cargado de años, peregrinaba por los caminos que él mismo abriera en la época de su prosperidad temporal, acertó a pasar una vez, caballero en humilde jumento y sin otros bienes que su hábito raído y su confianza en Dios, por el rancho que más tarde habría de llevar su propio nombre.

Al llegar al poblado, trabajosamente se apeó de su cabalgadura y, encaminándose a una de esas típicas herrerías rurales que, bajo una enramada o un cobertizo de enmohecidas tejas, podíamos ver todavía hace algunos años a la orilla de todos los caminos, humildemente pidió al Vulcano de aquella rústica fragua que “le hiciera caridad” de ponerle nuevas herraduras a su borrico, el que, por la larga y penosa caminata, las traía muy gastadas.

El “maistro” herrero, hombre avariento, de muy pocas pulgas y hasta con sus ribetes de facineroso, según reza la tradición, requirió las herramientas de su oficio y, en medio de un grupo de chiquillos, mujeres y campesinos desocupados que a la novedad del fraile forastero habían acudido, se apresuró a desempeñar su trabajo, con la esperanza de una buena paga.

Cuando el jumento quedó como nuevo con sus flamantes herraduras, fray Sebastián las examinó cuidadosamente, dando muestras de aprobación, y, habituado como estaba a que toda la gente lo socorriera en sus necesidades, más aún cuanto que casi todos reconocían en él al generoso bienhechor de antaño o al hombre de empresa a quien se debía la existencia de aquel camino, creyó que, así como los demás tenían la costumbre de hacerlo, aquel hombre le había servido también “gratis por Deo”.

-¡Dios se lo pague, hermano!- murmuró dulcemente.

Y se dispuso a montar de nuevo para seguir su camino.

Pero el herrero, que no entendía de esos latines, ni estaba ahí para calzar de balde a cualquier juramento despeado que por frente a su herrería se le antojara pasar, llevado además de su mal genio, asió al fraile por una manga del hábito y le cantó muy claro que de allí no se iba sin antes pagarle su trabajo.

-Yo no tengo dinero, hermano- dijo fray Sebastián con mayor dulzura y mansedumbre- Sólo vivo de la caridad y el auxilio de mis semejantes.

Aquello acabó de sacar de quicio al enfurecido artesano, quien se desató en injurias e improperios contra los que tan descaradamente se aprovechaban del trabajo ajeno, falta más grave aún tratándose de un religioso.

 Entonces el fraile, dirigiéndose a su jumento, como si éste fuera capaz de comprender sus palabras, le dijo cariñosamente, con su voz suave y apacible:

-Ya lo ves, burrito; no tenemos con que pagar, y eso ha molestado al hermano. Deja, pues, esas herraduras que no podemos llevarnos, y sigamos adelante, que Dios Nuestro Señor proveerá.

El burro, levantando y sacudiendo una tras otra las cuatro patas, con todo cuidado fue dejando en el suelo las herraduras, juntamente con los clavos, que se veían como nuevos y sin señal alguna de que los hubieran usado.

San Sebastián se inclinó entonces trabajosamente, recogió herraduras y clavos y con toda delicadeza las colocó sobre el banco de la herrería, mientras con aquella su apacible voz, ahora un poco temblorosa por la pena, murmuraba humildemente a guisa de disculpa:

-Usted perdone, hermano, y que Dios lo bendiga.

Después montó en su borrico y se alejó del lugar, desapareciendo en breve tras una vuelta del camino.

-El herrero- así como los que lo rodeaban- se quedó atónito ante aquel acontecimiento que no vaciló en calificar de milagroso; y, una vez pasada la sorpresa, corrió presuroso tras el fraile, para implorar su perdón y errar el burro gratuitamente; pero, por más prisa que se dio y no obstante la diligencia y el empeño que en ello puso, no logró alcanzarlo ni siquiera distinguir a lo lejos el polvo que en el camino levantaba.

IV

Dice la tradición que aquel hombre regresó al rancho presa de visible desasosiego, y que desde entonces su vida sufrió una transformación completa.

De avaricioso y soberbio que antes era, tornándose caritativo y humilde. Largas horas pasaba con la mirada fija en las lejanías del camino, con la esperanza siempre de ver regresar al misterioso fraile.

Hasta que, andando el tiempo, por la voz pública vino a saber que el que tan ansiosamente esperaba había muerto en olor de santidad en la ciudad de Los Ángeles; y, desengañado ya de que nunca volvería, mandó derribar el rústico taller y, con sus ahorros y la ayuda de los labriegos, hizo construir en el mismo sitio la capilla que junto al camino se alza todavía y que en sus principios debe haber estado dedicada al humilde franciscano que nunca regresó.

En memoria del extraño suceso, a la vez que en homenaje al santo varón que en él había intervenido, el rancho lleva desde entonces el nombre de San Sebastián de Aparicio.

                                                                                                                                                   24- x- 1940

 

 

 EL DESCABEZADO

Leyendas de fantasmas, ¡pura fábula!

Decimos, al oírlas, con desprecio.

Más si alguien quiere despertar sus dudas

y hasta sentir que en esas narraciones.

 

hay algo más que un cuento,

que recorra las calles solitarias

de esta ciudad de tradición y ensueño

cuando la luna, con su luz de plata,

blanquea sus campanarios a lo lejos;

 

en medio de la noche silenciosa,

de las estrellas al fulgor incierto,

cuando todo es quietud y nuestros pasos

van resonando en la desierta calle

con payorosos ecos,

mientras, ojo avizor, escudriñamos

los rincones de sombra y de misterio.

¡Se piensa entonces de diverso modo!

Pero… ¡basta de prólogo! Comienzo.

 

Melancólica está la blanca luna

brillando en el azul del firmamento;

de la villa se ven los campanarios

a su tenue fulgor, y todo yace

en sepulcral silencio,

que sólo turba el murmurar del agua

que en los típicos caños va corriendo,

o el graznar de los pájaros nocturnos

en las altas cornizas de algún templo.

 

¡Qué tristeza tan honda por doquiera!

En aquella quietud y aquel silencio,

es la noche una pálida enlutada,

una virgen que llora por el día,

su amado, que se ha muerto,

y el débil resplandor de las estrellas

que trémulas fulguran en el cielo,

la llama vacilante de los cirios

que iluminan el féretro.

 

 Todo calla, no se oye ni el murmullo

de las hojas mecidas por el viento,

y triste todo está, como la noche,

hoy esa pálida virgen enlutada

que, en su dolor inmenso,

calladamente llora su desdicha,

derramando, cual llanto de luceros,

esos astros que caen del infinito

y que remedan lágrimas de fuego.

 

Es la inmensa quietud de la Colonia

es la infinita paz de aquellos tiempos

en que todos temprano se recogen,

para rezar en casa su rosario

y un “réquiem” por los muertos.

No se ve un ser viviente por las calles;

todo es calma y quietud, paz y misterio.

Parece una ciudad adormecida

al conjuro de extraño sortilegio.

 

Más, de pronto, la noche se estremece.

Desgarrando el silencio,

caen de la torre doce campanadas,

que por toda la villa se difunden

con su teñido majestuoso y lento.

¡Las doce de la noche! Hora macabra,

hora de apariciones y de espectros,

en que se abren las tumbas y se inicia

 el reinado imponente del misterio.

 

Y, al sonar la postreta esta campanada

y estremecer el aire con sus ecos,

surge un nuevo rumor, rumor lejano,

que se acerca veloz y, al acercarse,

va creciendo, creciendo,

y que es como galope de centauros

en el monte Pelión. como el estrépito

de herrados cascos que sin tregua hieren,

en carrera infernal, el duro suelo.

 

Viene por la calzada de la Presa,

al Puente de Umarán llega ligero

sin refrenar su desbocado curso,

y da vuelta y recorre en un instante

la plazuela del Fresno.

Entra después, en su carrera loca,

al callejón llamado del Colegio

y, volteando otra vez, rápido pasa

por la Salud, como huracán desecho.

 

Y sigue luego por el Oratorio

atrás deja la Casa de Loreto

y se interna en la calle de Santa Ana,

que recorre veloz, cual un relámpago,

perdiéndose a lo lejos.

El estruendo decrece grado a grado,

poco a poco se va desvaneciendo

y se apaga por fin, en el arroyo

o en la infinita paz del cementerio.

 

¡Es El Descabezado!, dicen todos,

y se santiguan, trémulos de miedo.

Pero nadie se atreve - ¡Dios los libre! -

a mirar su diabólica figura

ni siquiera por pienso;

pues es fama que más de que más de algún curioso

que sea atrevió a mirar aquel espectro,

además de privado del sentido,

en el instante mismo quedó ciego.

 

Así es que, al escuchar que se aproxima

el galope siniestro,

todo se ocultan, puertas y ventanas

se cierran al instante con estrépito,

y el que en la calle va, quizá obligado

por llevar los auxilios a un enfermo,

se tapa los oídos y los ojos

y trata de no ver ni de oír nada

mientras pasa el espectro.

 

Es “El Descabezado” que, en las noches

hoy en que la luna brilla en su apogeo,

el reino del horror y de las sombras

deja breves instantes y, “brotando”

del Charco del Ingenio,

en galope infernal cruza la villa,

atronador, insólito, siniestro,

y se pierde allá abajo, en el arroyo

o en las tapias del viejo cementerio.

 

Cabalga -según cuentan azotados

los que lograron por desdicha verlo-

en un negro corcel como la noche,

que del duro empedrado saca chispas

y que, arrojando fuego

 por los ojos y ollares, raudo pasa,

 la flamígera crin flotando al viento

 y dejando tras sí, como una estela,

 olor de azufre y hálitos de infierno.

 

Es un noble señor, según afirman,

que fue cruel y soberbio

con los esclavos y trabajadores

de un obraje que tuvo, muy cercano

al Charco del Ingenio;

y que sus culpas de crueldad y orgullo

y de injusto rigor con sus obreros

 purga “penando” en esa forma extraña,

 cual diabólico espectro.

 

Pero la ausencia de cabeza, nadie

me ha sabido explicar a punto cierto.

-Es un justo castigo -dicen unos-

de que él decapitó por leves faltas

a humildes obrajeros.

Otros creen que él murió decapitado,

en pena o en vergüenza de sus yerros;

más nadie sabe la verdad, y todo

se vuelve conjeturas y comentos.

 

Pero ¿existió el fantasma? ¡Quién lo sabe!

Muchos aquí lo tienen como cierto,

y hasta dicen que se oye todavía,

en las noches plateadas por la luna,

su galopar siniestro.

Yo no digo que sí, pero tampoco

digo que no. ¡Ni afirmo ni lo niego!

A repetir lo que otros me contaron,

sin añadirle nada, me concreto.

 

Más, mentira o verdad, si alguna noche,

vagando, por la luna a los destellos,

oigo de pronto ese rumor lejano

que crece, se aproxima y es tan solo

una racha de viento;

cierro luego los ojos, por si acaso…

No vaya a ser el mutilado espectro

que tuvo la humorada - ¡Dios nos guarde! -

de echar un “galopito” por el pueblo.

                                                                                                                                                   21-VI-1940

 

 

LA CALLE DEL REBOCERO

"Los mestizos… se confundían en la clase general de castas. De éstas, las derivadas de sangre africana eran reputadas infames de derecho… Sus individuos no podían obtener empleos; aunque las leyes no lo impedían, no eran admitidos a las órdenes sagradas; les estaba prohibido tener armas, y a las mujeres de esta clase el uso del oro, sedas, mantos y perlas".

                                                                                                                    Alamán. -Historia de México.

I

Tengo entendido - y ando ya en diligencias para comprobarlo - que todas o, por lo menos, la mayoría de las calles de esta ciudad llevaron primitivamente nombres de santos.

Quizá algún día pueda ofrecer a mis lectores una lista completa de esas antiguas denominaciones. Hasta hoy sólo he logrado averiguar de manera cierta que la calle Benito Juárez llevaba el nombre de San Antonio Atzcapotzalco, la de Zacateros el de Santo Domingo, la del Cuadrante el de San Pedro y San Pablo, la 1ª. de Hidalgo el de San Joaquín y la del Canal el de la Santísima Trinidad.

Conservan todavía esa clase de nombres las siguientes:

 Las de San Francisco, a las que en el año de 1920 se les dio el de Avenida Allende Oriente, que perdieron más tarde, para recobrar el primitivo.

Las de la Concepción que, juntamente con la de Canal fueron bautizadas en la misma época con el de Avenida Allende Poniente, que perdieron también para recuperar los antiguos.

Las de Santa Ana, que siguen conociéndose con ese nombre, a pesar de que, por los años de 1930 a 1932, el entonces Presidente Municipal don Pascual Alcalá se lo cambió por el de Avenida Insurgentes, que todavía se lee en las placas de lámina colocadas en las esquinas, en lugar de las antiguas de azulejos; habiéndose extendido entonces ese nombre a la calle del Oratorio y a la situada al lado Norte del Mercado “Ignacio Ramírez” hasta la esquina del antiguo colegio de San Francisco de Sales.

La calle Ancha de San Antonio, en la que se encuentra la primitiva casa solariega de los señores de la Canal, o sea la primera que, juntamente con la ahora número 3 de la calle de la Aduana, construyeron en esta villa, antes de edificar el Palacio de la esquina del Jardín Principal,

Además de las mencionadas, quedan también la de Jesús y la de san Rafael, así como los callejones de Loreto, Santo Domingo, San Dimas y algunos otros de menor importancia.

Aunque alguien me ha dicho que las calles del Conde, a las que voy a referirme, llevaron antes el nombre de Nuestra Señora de los Dolores, no lo aseguro, por no haber podido obtener datos fehacientes a este respecto.

Así es que me sujetaré a designarlas con el más antiguo de que tengo noticias.

II

Las calles del Conde, que son tres y están orientadas de Norte a Sur, deben su nombre a que en la primera de ellas está ubicada la que fue mansión señorial de los Condes de Casa de Loja.

Comienzan en la 1ª. del Correo, con la que forman una “T”, sirviéndoles como de fondo, en esta calle, la casa en que nació el Mariscal Lanzagorta y aquella en que estuvo establecida la primera Oficina de Correos que hubo en la Villa.

Terminan con el Parque Benito Juárez, haciendo otra “T” con la calle que forma el lado Norte de dicho Parque, la cual llevó antaño el nombre de calle del Diezmo Viejo.

En el año de 1920, se les cambió esa denominación por la de “Diez de Sollano y Dávalos”, para conmemorar el centenario del natalicio del señor doctor y maestro don José María de Jesús Díez de Sollano y Dávalos, primer obispo de León, quien, siendo hijo del cuarto Conde de Casa Loja, nació en la casa solariega de ese título, ocupada actualmente por las oficinas de la Planta Eléctrica y propiedad ahora de mi familia.

Así es que las antiguamente fueran calles del Conde llevan hoy el nombre que acabo de indicar; pero una de ellas -la segunda- fue conocida por mucho tiempo con la denominación de “Calle del Rebocero”, que todavía le dan algunos de los viejos vecinos del lugar.

Explicar el origen de ese nombre es el objetivo de esta tradición; pero antes de ello quiero exponer algunos antecedentes sobre el particular.

III

En esta escritura de compraventa que, el 30 de marzo de 1868, autorizó el Escribano Público don Fermín Ramos, se lee que la casa objeto de la operación está ubicada “en la segunda calle del Conde, conocida hoy por del Rebocero”; y en otra que el de igual título don Manuel Chávez extendió el 28 de marzo de 1889, consta que un solar “situado en la calle del Diezmo Viejo, que forma esquina”, linda por el Sur con dicha calle, y por el Oriente, con calle del Rebocero de por medio”.

Se desprende, pues, de tales documentos que tanto la segunda como la tercera del Conde fueron conocidas por “calles del Rebocero”; pero ese nombre nunca ha figurado en las inscripciones que se acostumbra colocar en las esquinas para indicar la nomenclatura, pues todavía existen las antiguas placas de azulejos que, según tradición, fueron puestas por los insurgentes en toda la ciudad, y en ellas se leen los nombres de 2ª y 3ª del Conde.

En consecuencia, es indudable que en el caso se trata de una denominación popular que, como otras muchas existentes en la ciudad, tuvo en su origen en un acontecimiento notable o en algún suceso curioso, que el pueblo estimó digno de recordación y que adoptó insensiblemente, sin que nunca llegara a formar parte de la nomenclatura oficial.

Debo advertir que la primera de dichas calles conservó siempre ese nombre, y que sólo las otras dos, pero principalmente la segunda -fueron conocidas durante muchos años y se conocen todavía por el nombre que acabo de mencionar.

Y dicho lo anterior, entro ya en materia y paso a dar la explicación prometida, en los términos mismos en que a mí me la dieron.

 

 

IV

No puedo fijar con precisión la época del sucedido: pero, por lo que me han dicho, me inclino a creer que fue allá por las postrimerías del siglo XVIII o en los albores del XIX.

Vivía entonces en esta floreciente villa y en una destartalada casucha sita en la esquina que forma la 2ª. calle del Conde con la 2ª. del Hospicio, un humilde rebocero, cuyo nombre no me ha sido posible averiguar y que, no obstante, su laboriosidad y reconocida honradez, jamás había podido “salir del perico perro”.

Cargado de familia, pasaba las de Caín para mantenerla, y, sin ser vicioso, eran tanto sus aprietos y dificultades, que ya veía al diablo por un agujero.

Quizá contribuyera a esa su ma`a situación el hecho de no ser de origen “español europeo”, ni siquiera criollo, pues pertenecía a la clase de “castas”.

Era, en efecto, un mestizo que a la lengua revelaba su ascendencia, y que, no obstante ser honrado, trabajador y de buenas costumbres, tenía que cargar con el sambenito de su infamante origen y soportar todos los inconvenientes y humillaciones que los prejuiciosos y costumbres de aquella época acarreaban a los de su clase.

Y así la iba pasando, siempre en mísero y triste, entre el ruido monótono de su telar, que él mismo manejaba, y el alegre silbar o las melancólicas canciones de dos o tres “oficiales” que, “echando canillas”, “amarrando” o también tejiendo, le ayudaban a trabajar en su mezquino taller.

V

Pero las cosas cambiaron de improviso, sin que nadie supiera cómo ni por qué.

Unos decían que, a fuerza de trabajo y privaciones, había logrado al fin clavar la rueda de la diosa Fortuna. Otros afirmaban que, clavando, no la citada rueda, sino una estaca en la pared, para “tender una hilaza”, se le había venido encima un chorro de pesos tan abundante, que por poco lo sepulta en vida, y otros más sostenían con calor que no había sido en la pared, sino que, cavando un agujero en el piso, para poner otro telar había topado de manos a boca con dos o tres tinajas tan repletas de peluconas, qué agua se hacía la boca no más de verlas.

Sea esto, sea aquello, lo cierto es que, de la noche a la mañana, la vida del antes humilde rebocero sufrió una completa transformación.

“Amor, dinero y cuidados no pueden ser disimulados” -dice el adagio- y en este caso quedó de sombra justificado, pues a nuestro hombre le fue imposible disimular su cambio de fortuna.

De cabizbajo y triste, tornándose alegre y dicharachero; grandes canastos de pan, verduras y otros sabrosos comestibles estaban a diario en su casa, donde antes apenas si alcanzaba para las es casas “nejas” y los que no más abundantes “maromeros” un cuarterón y dos mulatas tomó a su servicio para ayudar en las faenas domésticas; más de un buen hilacho se echaron encima él y sus familiares; comenzaron a concurrir a todas las fiestas, no habiendo pastorela, coloquio o corrida de toros a que no asistieran, y un buen día la villa se desayunó con la novedad de que un verdadero enjambre de albañiles estaba demoliendo la casucha del rebocero, para construir en su lugar algo mejor.

Fue entonces cuando, habiendo adquirido, al precio que le pidieron, otras casuchas colindantes, levantó la vieja casona de dos pisos que todavía se ve en la esquina que forma la 2ª. del Conde con la 2ª. del Hospicio, marcada hoy con el número 18 y perteneciente a don Alejo López.

La gente del pueblo, impresionada por este repentino cambio de fortuna, no menos que por el fausto y esplendor que desplegaba el antiguo artesano, comenzó a designar la mencionada casona por “la casa del rebocero”, designación que aplicó más tarde en la calle misma y que extendió hasta la 3ª.  del Conde.

Esa denominación fue adoptada insensiblemente por todo el vecindario; conservándose hasta hoy.

VI

Entre las anécdotas que me han contado del famoso rebocero, voy a referir una que se justifica y hace verosímil por la calidad de infamia inherente a las “castas” en aquellos tiempos, su casi absoluta carencia de derechos y los privilegios y odiosas distinciones de que se les hacía víctimas, en beneficio de la clase noble.

Dicen que en pleno disfrute de sus riquezas y ya concluida la fábrica de la casa que a todo costo había mandado edificar, pensó que teniendo de sobra con qué hacerlo, no había razón alguna para que él y sus familiares no vistieran en igual forma y con el mismo lujo que las gentes principales de la villa.

Y un domingo, acompañado de su señora esposa, el nuevo rico se dirigió a la misa de doce, portando espadín al cinto y luciendo ambos algunos atavíos cuyo uso estaban reservando a la nobleza, si no por leyes escritas, si por la fuerza de las costumbres, que en resumidas cuentas venían a tener tanto imperio como aquellas.

No faltó noble que, sintiéndose lesionado en sus privilegios, pusiera el grito en el cielo por tamaño desacato, ni autoridad complaciente o celosa quizá de lo que creía el cumplimiento de su deber que, despachando de plano y a cielo abierto la queja del ofendido, conminara al infractor con severas penas si no se despojaba al punto de aquellas prendas cuyo uso le estaba vedado; faltando poco para que los alguaciles lo desnudaran a media calle, en cumplimiento inmediato de tan expeditiva resolución.

Dicen algunos que el fantasioso rebocero tuvo que prescindir, con todo dolor de su corazón, de aquella lujosa indumentaria y resignarse a seguir usando la correspondiente a su infamada clase; pero otros aseguran que “don dinero” -poderoso señor que todo lo aviene y concilia- interpuso sus buenos oficios, y en enriquecido artesano siguió contoneándose por las calles de la villa, echando un brazo de mar, de puro aderezado y reluciente, dándosele un camino de los berrinches y rabietas que hacían los nobles al verlo pasar tan orondo y presumido.

VII

Se ve, pues, que la calle a que vengo refiriéndome, además del primitivo nombre -que sin duda fue el de algún santo, como ya dejó dicho- ha llevado sucesivamente los de segunda del Conde, calle del Rebocero y segunda de Diez de Sollano y Dávalos, que es el que ostenta en la actualidad; pero, como si esto no fuera bastante y la dichosa calle estuviera condenada a cambiar de nombre como se cambia de camisa, tuvo por algún tiempo, también sin carácter oficial, otro menos sonoro, pero tan evocador como los anteriores.

Durante todo el periodo revolucionario, pero principalmente desde mediados de 1914 hasta fines de 1916, la ciudad estuvo en continua alarma y no interrumpida zozobra, amenazada siempre por partidas revolucionarias que militaban bajo banderas diferentes o por gavillas de bandoleros que, sin tener alguna, se aprovechaban de las circunstancias para pescar o río revuelto. La población “anochecía” carrancista, es decir, con guarnición y autoridades de esa filiación política, y “amanecía” villista, o viceversa; sucediendo esto con tanta frecuencia que los vecinos habían adquirido ya la costumbre de preguntarse unos a otros, a guisa de saludo, cuando se encontraban por las casi desiertas calles, en las primeras horas de la mañana:

- ¿Qué somos hoy?

A veces, durante varios días con sus correspondientes noches, la ciudad quedaba convertida en la “tierra de nadie”, sin guarnición de un bando ni del otro y sin autoridades ni policías; teniendo como única salvaguardia la cordura y buena índole de sus habitantes.

Eran entonces cuando, gavillas organizadas o tres o cuatro rateros de mala muerte, armados en ocasiones hasta con una alcayata, a falta de algo mejor, se echaban a la calle, protegidos por las sombras de la noche, y “hacían cera y pabilo” de la atemorizada población, cuyos vecinos no se atrevían a defenderse de sus desmanes en la mayoría de las veces, por temor de que aquellos descamisados fueran a resultar partes integrantes de alguna de las facciones revolucionarias en pugna, y la defensa se interpretará como un acto hostil hacia el respectivo partido, con todas sus desastrosas consecuencias.

Así que se habían convertido en plaga y azote de la ciudad; no habiendo pan demasiado duro para semejantes hambrientos, pues lo mismo despojaban hasta de los calzones a cualquier hijo de vecino que toparan en la calle, que se llevaban, de la casa en que conseguían penetrar, hasta las tortillas que hubieran sobrado de la cena, a falta de otra cosa de mayor valor y sustancia.

Una de esas noches en que la población había quedado sola, el entonces joven don Miguel, que vive aún y es un excelente amigo nuestro, se dirigía a su domicilio, ubicado en la casa marcada hoy con el número 27 de la susodicha calle, cuando, después de haber pasado la esquina y yendo ya frente a la puerta de la casa del rebocero, pero por la banqueta del otro lado, tres individuos, con el rostro cubierto con “payacates” y armados de sendos cuchillos -quienes, según dicen, eran unos famosos Muñoz que más tarde fueron fusilados en el atrio de la Parroquia- lo asaltaron y despojaron de todo lo vestido, obligándolo a que les entregara hasta los zapatos y no dejándole sobre el cuerpo más prenda que una estrecha y rabona camiseta de punto que, por lo ajustada y ceñida, no les fue posible quitarle, a pesar de los esfuerzos que para ello hicieron, pues resultó tarea tan ardua como despojarlo del propio pellejo.

El pobre asaltado, no queriendo llegar a su domicilio y presentarse a sus familiares en aquellas “adánicas” fachas, se introdujo a la casa que lleva hoy el número 23 de la misma calle -donde vivía y vive aún el maestro zapatero don José- con objeto de pedir a este alguna cosa para cubrir su desnudez; pero él sorprendido artesano, que velaba terminando un trabajo urgente, al ver que aquel encuerado -en quien no pudo reconocer por lo pronto a su vecino don Miguel- la emprendió a golpes con el intruso, creyendo habérselas con un ladino asaltante que se valía de esa treta para trabajar con más holgura o con un ebrio o loco peligroso que con su escasez de ropas iba a escandalizar a su familia.

Hechas las aclaraciones del caso -demasiado tardías, por cierto, para los golpes ya recibidos; pero muy oportunas todavía para librarlo de los que le faltaba recibir- el infeliz asaltado, provisto de un mandil de cuero que le proporcionó él ya tranquilo y hasta pesaroso artesano y que, como es de suponer, solo servía para taparle la fachada, dejándole al aire todo el “contrafrente” pudo al fin dirigirse a su casa; pero caminando “de ladito” y pegado a las paredes, a fin de cubrir un poco y no dejar a la vista de alguna vecina curiosa el desamparada “retaguardia”.

VIII

El suceso, con sus indispensables agregados y exageraciones, se conoció al día siguiente por toda la ciudad, la que rio de muy buena gana por las graciosas circunstancias que en el concurrieron; y un grupo de guasones, amigos de la víctima, entre los que se contaba un hermano mío, determinaron sacar partido del acontecimiento y divertirse un poco a costa del ofendido.

Al efecto y aprovechado la circunstancia de no haber autoridades ni policía en la ciudad, ese mismo día, como a las cinco de la tarde, se dirigieron a la calle de referencia, y, en una solemne ceremonia, llena de chuscos incidentes, procedieron a descubrir unas placas de papel que previamente habían pegado sobre las de azulejos que en las esquinas indican la nomenclatura, y en las que, imitando el arcaico tipo de letra de tales inscripciones, aparecía esta nueva denominación:

Calle del Encuerado

Y “Calle del Encuerado” se le siguió llamando por largo tiempo, en son de broma primero, y ya en serio después; habiendo todavía personas que con toda naturalidad la designan con ese nombre.

 

 

 

 LA TAPADA MISTERIOSA

La conseja de “La Llorona”, que nació en la Ciudad de México hace más de trescientos años, pronto se extendió por todo el país y se ha conservado hasta nuestros días.

Dudo que exista en la República un lugar en que no haya resonado el escalofriante alarido del popular fantasma y cuyas calles llenas de luna no haya recorrido, como flotando y deslizándose sin tocar el suelo, esa infortunada mujer que siempre va vestida de blanco, con el cabello suelto y llorando a grito pelado.

Otra leyenda que también alcanzó gran popularidad y se extendió luego por todas partes, sin que se sepa dónde ni en qué época tuvo su origen, es el de la misteriosa y atrayente tapada que, perseguida tenazmente por algún empedernido trasnochador, acaba por descubrirse y volver el rostro hacia el enamoradizo galán, para mostrarle, al claror de la Luna o la luz montecina de algún farol, un descarnado cráneo de cuencas fosforescentes y pelada dentadura, que ríe con risa macabra, o una enorme calavera de cabello que se inclina repetidas veces, como invitando a su amador a que se acerque.

Pero, desde que se inventó la luz eléctrica y las poblaciones comenzaron a iluminarse con su brillante claridad, esos fantasmas y espantos, que andaban por las calles como por el patio de su propia casa, se han ido retrayendo poco a poco hasta casi retirarse por completo de la nocturna circulación.

Hoy es muy difícil topar con uno de ellos por esas calles de Dios, y ni para remedio es posible conseguirlos a veces.

Sin embargo, lo que en otros lugares y en aquellas completamente oscuras o mal iluminadas calles de antaño no pasaba de ser una leyenda, fue en esta ciudad y ya en estos tiempos del alumbrado eléctrico, un hecho real, comprobado y verídico, que escuché de labios de la misma protagonista.

I

Era ésta una virtuosa anciana, vecina de este lugar, que murió hace algunos años y a quien todos estimaban por su bondad y relevantes prendas.

De buena familia, antes acomodada, pero viuda desde hacía mucho tiempo, pasaba la vida con las estrecheces y penurias propias de su condición humilde.

A consecuencia de un enfriamiento, después de toda una tarde de estar planchando ropa -según ella misma contaba- de la noche a la mañana sufrió en el rostro una alteración que fue aumentando con el tiempo y con la propia edad, hasta convertirse en una deformidad perpetua.

Cuando yo la conocí, tenía la boca torcida hacia un lado, de tal modo que hasta hablaba con alguna dificultad. La mitad derecha del labio superior, abultada, enormemente crecida y de color morado, colgaba sobre el inferior hasta cubrirlo; mientras la otra mitad, un poco contraída, dejaba al aire los dientes de ese lado. Y si a esto se agrega la cadavérica validez y la flacura del rostro, cuya piel parecía directamente pegado a los huesos, sin carne alguna de por medio, ya se comprenderá que su aspecto era en verdad extraño y desconcertador.

Para disimular un poco su deformidad, la buena señora, que siempre vestía de negro, acostumbraba a cubrirse la boca con el mismo “tápalo” que cubría su cabeza y envolvía su cuerpo; y así, detrás de esa protectora cortina, era como conversaba y dejaba escapar sus tartajeantes palabras.

Por esa circunstancia muchas personas no se daban cuenta exacta de su deformidad, y sólo las de confianza conocían a fondo ese defecto físico.

II

Era concurrente asidua a la primera misa, que se celebraba en la Parroquia a las cuatro de la mañana.

Pero muchas veces, por equivocación o porque la falta de sueño -natural a su edad- no la dejara quedarse en la cama por más tiempo, se encaminaba a la iglesia mucho antes de esa hora, y tenía que estarse sentada por fuera de la puerta, hasta que el sacristán, soñoliento, malhumorado y con gran sonar de llaves, venía a franquearle la entrada.

Una noche en que, por una u otra causa, había anticipado la hora, salió de su casa mucho antes de sonar la primera llamada de la misa y, como de costumbre, se dirigió a la Parroquia.

Tranquilamente caminaba por la calle Corta (hoy de la Corregidora) cuando, viniendo del jardín de San Francisco, tres o cuatro “parranderos” ya bastante “alumbrados” o “muy servidos”, como se dice de los que traen un buen número de copas en la barriga, comenzaron a seguirla y a requebrarla con frases vulgares y estropajosa lengua; compitiendo entre sí por obtener la preferencia:

- ¡Óigame, chula!

- ¡Aguárdeme, primor!

- ¡No sea mala, “mialma”!

 

La pobre señora apresuró el paso y dio vuelta por la calle del Correo, tratando de llegar cuanto antes a la Parroquia, para verse libre de aquella odiosa persecución.

Pero, cuando iba por la casa en que estuvo establecida la primera oficina de correos que hubo en esta villa, los pasos de los trasnochadores sonaban ya más próximos, y, al llegar a la que fuera del Mariscal Lanzagorta, conocida también con el nombre de “la casa quemada”, el menos ebrio y, por consiguiente, más ágil de los galanes estaba ya tan cerca que más de una vez había rozado con su insegura mano el “tápalo” de la perseguida, pretendiendo asirlo para detenerla, y sólo fallando en sus intentos por el estado de embriaguez en que se encontraba.

La infeliz mujer, muy alarmada, no sabía ya a qué santo encomendarse ni qué partido tomar, pues ni un gendarme ni un vecino a quienes pedir auxilio se veían por la solitaria calle. Así es que de un momento a otro temía ser víctima de los ultrajes y groserías de aquellos inconscientes, y hasta sentía ya sobre sus hombros la infame garra que habría de apresarla muy en breve.

Pero súbitamente recobró la calma; indecible tranquilidad, dulce sosiego inundaron su ser; el alma se le llenó de regocijo, y, como sucede a un chiquillo travieso que prepara una diablura y anticipadamente la celebra, la risa comenzó a retozarle por todo el cuerpo y a querer desbordarse al exterior en sonoras carcajadas.

Es que se acordó de su fealdad -que en aquellos angustiosos momentos consideró providencial- y le vino también a la memoria la conseja de la misteriosa tapada, que tantas veces había oído referir.

Entonces apresuró el paso lo más que pudo, para llegar cuanto antes a una lámpara eléctrica del alumbrado público que se encontraba instalada frente al Mercado “Juan Aldama”, y, al estar bajo ella, se volvió rápidamente, descubrió su cara de modo que la luz la iluminara de lleno, y la mostró al más próximo de sus perseguidores, para que la contemplara a todo su sabor, a la vez que, con el tono más lúgubre y espeluznante que le fue posible emitir, le hizo: “¡HUY!”.

El rendido galán -que ya “sopeaba”, como vulgarmente se dice, y hasta extendía la mano para apoderarse de su presa- al ver tan cerca de sus ojos aquella cara que nunca se imaginó encontrar, y oír esa pavorosa interjección con la que se acostumbra a atemorizar a los chiquillos, lanzó un desaforado grito de espanto que, a salir de garganta de mujer, hubiera competido ventajosamente con los de la Llorona.

Sus compañeros, aunque un poco más retirados, alcanzaron también a vislumbrar aquella temerosa visión, que tenía todas las marcas y características de un producto de ultratumba, y a escuchar el aullido que salió de su deformada boca.

Y todos ellos, instantáneamente liberados de la borrachera que “se cargaban” y ya despejados y frescos, como si en su vida hubieran probado una gota de alcohol, se echaron a correr despavoridos, huyendo y dispersándose en todas direcciones: uno por la misma calle del Correo, otro por la del Conde, y por el Portal de Arriba o por donde sólo Dios sabe los demás, pues todos desaparecieron en un momento y con tanta prisa como si el diablo fuera tras ellos.

Y en él solitario lugar sólo quedó, muerta de risa, la libertada víctima, mientras a lo lejos y por diversas calles resonaban los apresurados zapatos de los que fueron sus perseguidores, convertidos ahora en fugitivos por obra y gracia de aquel su rostro que nada poseía de esta última.

Nunca llegó a saber la buena señora quienes serían aquellos parrandistas que tuvieron la peregrina ocurrencia de requerirla de amores; pero poco tiempo después murió por la calle de Tenerías un conocido curtidor, a consecuencia -según decía la gente del susto que le pegó un espanto que se le había aparecido en céntrica calle, una noche en que el finado “andaba en sus copas” con otros compañeros.

Y por esos mismos días circuló en todo el pueblo la conseja de que una misteriosa tapada había dado en aparecerse por la calle del Correo, para atraer con su prestancia y garbo a los trasnochadores, que iban en pos de ella cual mariposa tras de una vela; y, cuando ya los tenía a tiro, se transformaba en horrible calavera y les apretaba un susto de órdago.

¡Para qué se ande usted creyendo de consejas y cuentos de comadres!

III

Y fue así como, en la ciudad de san Miguel de Allende, en pleno siglo XX y a la brillante luz del alumbrado eléctrico, llegó a ser una realidad o que antaño, en la Villa de San Miguel el Grande y en otros lugares de la Nueva España, no había pasado de ser una mera leyenda, con todo y la propicia lobreguez de sus mal alumbradas calles.

                                                                                                                                                  10-VI-1940

 

 APAGA Y VAMONOS

¿Para qué andar con nombres y apellidos?

Los sanmiguelenses que lo conocieron o hayan oído de sus andanzas y “comportes” sabrán de quién se trata con solo repasar estos renglones, pues, como a los cigarros de “La Honradez” -aquellos famosos cigarros que fueron deleite de nuestros abuelos- sus hechos lo acreditan.

Para los que no lo conocieron ni nada sepan de su historia, ¿qué más da que se haya llamado Pedro Sánchez o Juan Pérez?

Bástales con saber que era un sacerdote, y de los buenos, caritativos y virtuosos, pero con sus manías, sus debilidades y rarezas, como todo mortal.

Nació en esta ciudad de San Miguel de Allende al mediar el segundo tercio del pasado siglo. Hizo sus estudios en el Colegio de San Francisco de Sales y, al concluirlos, fue a recibir las sagradas órdenes a la ciudad de León, de manos del señor Obispo Sollano.

Dios no le permitió morir en su tierra natal. Lejos de ella descansan sus cenizas; pero perdurará su recuerdo, y reavivarlo en estas líneas me propongo, siquiera sea en lo que a sus genialidades toca.

I

Un alma de Dios y un puro almíbar, por lo ingenuo y condescendientes, era el Padrecito aquél.

No tenía hueso -como solía decir tía Juana Uribe.

Servicial y obsequioso, por complacer y ayudar al prójimo se desvivía. De dulce regocijo, de infalible ternura se le inundaba el alma cuando podía prestar algún servicio.

Cortés y comedido, era el primero en decir “¡Jesús ayude a usted!” al que lanzaba un estornudo; “¡muy buen provecho!”, al que una copa de licor se disponía a echarse al coleto, o “¡salud!”, al que ahito regoldaba hoy después de una comida suculenta. Solícito acudía para desear un “¡feliz viaje!” al que a la larga jornada se aprestaba, y nunca, ni aun tratándose de un desconocido, dejó de dirigir un “buena suerte” al iluso que un billete de lotería comprara en su presencia.

Rápida mejoría para el enfermo, libertad inmediata para el preso, completo cambio de fortuna para el pobre y abatido, eficaz enmienda para el pecador y, a su afán de desear bienes a todos, hasta un buen éxito para el tahur empedernido y tramposo, eran los anhelos que, como alados mariposas, revoloteaban siempre en su espíritu y salían por su boca en frases rebosantes de dulcedumbre y cortesía.

Para todos tenían en sus ojos un halago, en su ademán una fineza, en sus labios una palabra almibarada,

Más de un terrible cabezazo -de ésos que suenan a cántaro cascado y hasta hacen ver estrellas- solía llevarse cuando, al mismo tiempo que algún otro “acomedido”, se inclinaba presuroso a recoger un pañuelo que, de las manos de graciosa dama, de estirado caballero o de un don Nadie se hubiera deslizado.

En las misas solemnes de tres Padres, cuando hacían las veces de subdiácono o de diácono y, según el orden marcado por la liturgia, debía ocupar el primero o el segundo lugar para entrar al presbiterio o salir de él, nunca cruzaba la puerta de la sacristía sin antes volverse hacia el sacerdote que venía detrás, para decirle con tono amable y fino ademán:

-Pase usted, compañerito.

Y sólo cuando, después de su ceremoniosa invitación, el “compañerito”, con un gesto de extrañeza, se negaba a pasar antes que él, se decidía a cruzar la puerta y seguir su camino.

En cambio, cuando le tocaba ser el preste o celebrante, dicen que, al ir a sumir el Sanguis, tomaba el cáliz en la mano y, antes de llevárselo a los labios, volvíase hacia los otros dos oficiantes y les decía comedidamente, como bien ofrece un vaso de buen vino:

- ¿Usted gusta, compañerito?

Y, al recibir la necesaria negativa de sus asombrados colegas, agregaba con exquisita cortesía:

-Pues entonces, ¡salud!

Y todo ello realzado con su atractiva y afabilísima sonrisa, con su palabra unciosa y sus sedeños ademanes, con aquel don de gentes que le ganaba voluntades y hacía que todas las lenguas fueran un puro elogio, un encendido ditirambo en honor de tan digno Padrecito.

II

Pero que no se metieran a discutir con él sobre algún punto de Teología, de Moral o de simples Rúbricas; que no le buscaran la condición ni le picaran la cresta, llevándole la contraria en algún tema relacionado con su ministerio; que, si cuidaran mucho de orillarlo a los azares de la discusión y la polémica, porque entonces se hilaba de otro modo.

Su afable y proverbial condescendencia, sus dignos y corteses ademanes, sus palabras tan dulces como mieles, tan suaves y acariciadoras como armiños, todo aquel su arsenal de cumplidos, finezas y atenciones, volaban y se desvanecían, barridos por el arrasante vendaval de silogismos y prosilogismos, de inducciones y deducciones, de argumentos “ad hominem” y “a contrariis”, “a simili” y “a pari”, que brotaban entonces de sus labios, de aquellos mismos labios que momentos antes sólo parecían hechos para dibujar sonrisas y enhebrar pulidas y halagüeñas razones.

A chuzos hacía llover sobre su contrario los “ergos” y “distingos”, los “a priori” y “a posteriori”, los “negos” y “concedos” y los “prius est esse”. Derrenegado, sin resuello y casi en punto de trance mortal lo dejaba con el peso abrumador de su dialéctica, y a sus ataques y embestidas oponía una formidable muralla de premisas y conclusiones, erizada de dilemas, epiqueremas y entimemas, reforzada con aparatosos sorites y apuntalada aquí y allá- como en plan de “a ver si pega”- con la aparente reciedumbre de falaces sofismas.

Pero cuando el adversario era duro de pelear y nada podían contra él sus bien hilvanadas razones; cuando, a pesar de sus formidables hachazos, el árbol seguía en pie, firme y erguido como si nada, y, sobre todo, cuando las cosas se le ponían demasiado turbias y la discusión amenazaba convertírsele en una derrota, el aguerrido polemista echaba mano de su argumento “cumbre”, de aquel incontrastable argumento ante el cual no quedaba otro recurso que izar bandera blanca y darse por vencido:

Engallábase majestuosamente a todo lo que el pescuezo le podía dar de sí; entornaba los ojos hacia dejarlos reducidos a dos rayas, como los de un gato a mediodía; fruncía la boca, adelantando el labio inferior en un gesto de olímpico desdén, casi de lástima; dejaba escapar, un “psch”, que hacía más triste y desairada la situación de su contrario, y, ya fuera éste sacerdote o simple seglar, le lanzaba una mirada de soslayo, pero de ésas de arriba abajo, que descoyuntan y aplanan, que casi pulverizan, e iba dejando caer sobre él, una a una, esas demoledoras palabras:

-¡Mira! Es por demás que alegue. Eso lo aprendí yo en un libro de “oshenta” pesos.

Y, una vez soltado el formidable argumento, bien podían echarle encima toda la Suma Teológica de Santo Tomás. ¡Ni bulto hacía junto al librote aquel de ochenta pesos!

III

Que tampoco se hablara en su presencia de exactitud y brevedad para decir una misa, porque inmediatamente levantaba el dedo reclamando para sí el primer lugar.

¡Y en verdad que lo tenía bien ganado! Ni en esta ciudad ni en muchas leguas a la redonda había un sacerdote que tan puntualmente y con mayor o siquiera igual brevedad celebrará el Santo Sacrificio. Al sonar la última campanada de la hora, comenzaba a santiguarse para iniciar la ceremonia, y al vibrar en el reloj el siguiente cuarto, ya estaba cogiendo el bonete de manos del acólito para retirarse del altar. Así es que en escasos quince minutos despachaba muy bien servidos a los fieles, con beneplácito de las inquietas muchachas “quinceañeras”, que estaban en ascuas por llegar a las últimas preses y abandonar el templo, para lucir sus caritas de rosa y sus atavíos de día de fiesta ante los galanes “pueblerinos” que, con aire de conquistadores y tufos de tenorios empedernidos, las esperaban en el atrio; pero con poco agrado de las viejas dormilonas y perezosas que sólo iban a la iglesia a descabezar un sueño o a desaburrirse lo de los quehaceres domésticos y que, adormecidas por el rumor de las plegarias, el aroma del incienso y de las flores y el zumbido arrollador del órgano, hubieran querido que su plácido descanso se prolongara indefinidamente.

En eso -en ser el celebrante más rápido de la cristiandad- cifraba su orgullo el buen sacerdote, y allí sí que tampoco transigía ni sé andaba con atenciones ni cumplidos.

-Es que yo sí sé latín- explicaba muy serio y presumido- y por eso acabo tan pronto. No como esos otros “picareros” que no saben ni el “musa musas”.

Seguramente que el idioma de Horacio y de Virgilio lo había estudiado en un libro de “oshenta pesos”, y por eso lo sabía también.

Pero las lenguas viperinas, esas malas lenguas que nunca faltan y a todo se atreven y lo enredan todo, murmuraban y respetuosas e irónicas que efectivamente aquel Padrecito era una exhalación oficiando y le daba quince y raya al más pintado en eso de celebrar a escape; pero que ello se debía - ¡desgraciadamente no es oro todo lo que reluce! - más que a sus profundos conocimientos en la lengua del Lacio, a las mañanas que se daba y los recursos de qué se valía para lograr su objetivo.

Decían - ¡vaya usted a creer todo lo que se dice! - qué buenos cachos de misa se comía y no pocas hojas del libro se brincaba para acabar más pronto y quedar bien con los fieles, conservando de paso su fama de sabidor y diligente; que en la misa del Domingo de Ramos- la más larga de todas las del año- al llegar a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo, que tantas páginas ocupa en el misal, sólo leía las primeras palabras, “In illo tempore”, y luego, queriendo quizás ahorrarse la pena de rememorar la pasión y muerte del Hijo del Hombre, e impresionando indudablemente por la parte que en ella tuvo el Gobernador de Judea, daba un gruñido y, sin siquiera leer un renglón, a toda prisa, como quien toca algo que abrasa, iba pasando las hojas del misal y diciendo despectivamente:

- ¡Humm! ¡Tarugadas de Pilatos!

Y así acababa la Pasión de un santiamén.

Naturalmente que ustedes no van a creer esto. Tampoco yo, pero así lo contaban y lo siguen contando aún las lenguas viperinas, sin que yo entre ni salga para nada.

IV

Las misas lenguas enredadoras y chismosas también cuentan de él que, haciendo gala una vez, ante otro sacerdote, de su notable habilidad para celebrar y de su perfecto conocimiento de latín, materias ambas en las que se llevaba de calle al más sapiente tonsurado, el otro no sólo se negó a reconocerle tal supremacía, sino que llegó hasta decir que en ese ramo él era el de la exclusiva y no había quien le que echara el pie adelante,

Las palabras se fueron enredando y los ánimos acalorándose a tal grado que la cosa vino a parar en un curioso y hasta entonces jamás visto desafío, celebrar una misa al mismo tiempo, para ver quién de los dos la concluía primero y se llevaba el campeonato.

 

No falta quien asegure que hasta hubo apuestas de por medio, consistente en una casulla nuevecita y en una magnífica alba de primorosa maya, con embutidos y randas, con encajes y aplicaciones, con deshilados y relindos y con otros primores y menudencias, que el perdidoso tendría que costear al ganador.

 

 

 LA MUERTA VIVA

I

Aspecto señorial; recio y ferrado zaguán; balcones sostenidos por amplias repisas de labrada cantería; barandillas y rejas de arcaicas y complicadas labores; todas las características, en fin, de esas antiguas mansiones que antaño habitarán gentes de rancio abolengo y de muchas campanillas, son las que desde luego saltan a la vista de una vieja casona de dos pisos ubicada en la esquina que forma la segunda calle de San Francisco con la de la Corregidora, antes Calle Corta, de esta colonialísima ciudad de San Miguel de allende.

Según todos los datos que he podido obtener, esa casa, que fue construida por la familia Lámbarri, de noble prosapia y ascendencia ilustre, pertenecía en el año de 1810 a un hidalgo español llamado don Pedro de Lámbarri, miembro de la misma familia y de quien todavía quedan muchos descendientes, radicados unos en esta ciudad, otros en la capital de la República y en diversos lugares del país.

Con relación a tal casa, el licenciado don Benito Abad Arteaga, en su obra El Héroe Olvidado o Datos Biográficos de Don Ignacio de Allende y Unzaga -escrita en el año de 1852 y editada en 1910, en los talleres de “El tiempo”, a expensas de los señores don Luis G. Malo y don Miguel M. Lambarri- dice que, en la noche del 16 de septiembre de 1810, fecha en que, al oscurecer y después de su salida del pueblo de Dolores y de su paso por el Santuario de Atotonilco, llegaron los insurgentes a esta Villa, “dos viejos imprudentes”, vecinos de la misma y nombrados Benito Aguiñaga y Rosalío Yáñez, el primero “curandero charlatán” y el segundo de oficio tocinero, se habían dirigido a la casa de don Pedro Lambarri, español por supuesto, y ambos, parados en las puertas de la tienda que habían allí, disputaban sobre los términos en que podían repartirse ésta, cosa que nunca habrían logrado porque, apenas abierta, se hubiera repartido, como la de Landeta, entre una multitud innumerable, y más cuando ya empezaban a tirar pedradas a las demás puertas y balcones; pero afortunadamente, en ese momento por la calle de San Antonio Atzcapotzalco, hoy calle Benito Juárez, don Ignacio Allende y el cura Hidalgo, quienes volvían de dejar prisioneros a los españoles en el Colegio de San Francisco de Sales y venían casi solos, porque parte de los soldados se habían quedado con Aldama en dicho Colegio, formando la guardia de estilo.

Cuando Allende advirtió aquel nuevo movimiento y conato de robo, dijo a Hidalgo, colérico y con voz de trueno: - ¡Señor cura, todo lo andado se ha perdido, pues ese desorden nada tiene de común con nuestra empresa y, antes bien, la desnaturaliza y desvirtúa completamente; pero ¡Vive Cristo!, que en ninguna parte y mucho menos aquí he de permitirlo!

Y, empuñando su espada, se dirigió a la puerta de dicha tienda y, mirando a Aguiñaga y al “puerquero”, les preguntó qué hacían allí y cuál era su intento.

Fácil es concebir el espanto que se apoderaría de aquellos hombres, que no acertaban ni aun a                 articular una respuesta cualquiera; más, por su bien, Allende, que era en casos semejantes, rápido en la ejecución de sus resoluciones, sin darles tiempo para hablar, les dijo:

-Ustedes no comprenden el fin de la prisión de los españoles, y menos la importancia de sus resultados; más yo les haré entender, sin embargo, que mientras me halle al frente de esta insurrección o pertenezca a ella, no he de permitir violencia ni he de tolerar robos ni ninguna especie de desorden. ¡Cuidado, señores, cuidado! Ustedes, Aguiñaga y Yáñez, permanecerán en las puertas de esta tienda para defenderla de cualquier asalto, en unión de estos dos dragones -que separó de los que le acompañaban- y en el caso de que se pierda de ella un solo alfiler, ustedes me son responsables con su vida.

Agrega el licenciado Arteaga que el que oyó a Allende decir textualmente las anteriores palabras y que vivía aun cuando el libro fue escrito, decía, además, que al retirarse don Ignacio de aquel punto, vitoreando por el pueblo que lo escuchó en silencio y con respeto, advirtió también el tumulto que había en la tienda de Landeta (la cual se conoce todavía, como entonces, con el nombre de “La Princesa” y está ubicada en la esquina de la primera de San Francisco y calle del Relox).

Allí había comenzado el saqueo, y Allende, no obstante el afecto con que siempre trató al pueblo bajo, viendo que en esta ocasión no eran atendidas sus voces, confundidas con las de la muchedumbre desatentada y embebida en repartirse los efectos robados, todos de valor, pues eran de una de las mejores tiendas de ropa, empezó a repartir cintarazos, sin consentir que lo hiciera uno solo de los pocos fragones que lo acompañaban, y así, en momento, no sólo impidió la continuación del robo de dichas tiendas de Landeta y Lámbarri; sino que logró despejar enteramente la plaza y calles de las masas que las ocupaban, pues antes de las diez de la noche todo estaba en sosiego y, por consiguiente, restablecida hasta donde era posible la tranquilidad pública.

II

Aunque lo anterior no tiene una relación inmediata con la anécdota que voy a referir y bien pudiera pasarme sin insertarlo, pues en nada influye sobre el asunto que es materia de ella, he hecho tal inserción -transcribiendo casi textualmente lo dicho por el licenciado Arteaga en su obra ya citada- porque me he formado el propósito de que en estos mal pergeñados artículos vaya unido lo anecdótico, o de mero entretenimiento, a lo histórico, o de alguna utilidad; procurando así que, además de la impresión meramente efectiva, pueda el lector encontrar en mis escritos algún dato curioso, quizá desconocido hasta ahora para él y relacionado estrechamente con la historia de esta interesantísima ciudad.

Hecha esta advertencia y así curado en salud contra glosas y comentarios que nunca faltan, no me resta más que aventurarme por los tortuosos y nada llenos vericuetos de la tradición.

III

En la casa de Lámbarri a que acabo de referirme y ocupando sólo la parte de la planta baja que da frente al templo de San Francisco, pues el resto de ella y el piso alto estaban habitadas por otra familia, vivía, a mediados del pasado siglo, un matrimonio compuesto por una señora llamada doña Tiburcia Borquis -¡las damas en primer término!- y por un don Jacobo cuyo apellido no me ha sido posible averiguar, quizá por no haber topado hasta hoy con persona que a fondo lo hubiere conocido y tratado o tal vez -y esto es lo más probable- porque, como sucede en otros muchos matrimonios, la personalidad del marido, insignificante y amorfa, había quedado absorbida y relegada a último término por la muy importante y destacada de su señora esposa.

Era ;doña Tiburcia de mediana estatura y robusta complexión; color moreno y mirada viva; acompasados y majestuosos andares; manos cuajadas de cintillos y sortijas; enormes arracadas o aretes en las orejas; profusión de collares, dijes y perendegues distribuidos por toda su persona, y, en lo general, muy relamida y en alto grado aderezada y compuesta; agregándose, como dato complementario y curioso, que ya en la época de la segunda muda, o sea cuando, a consecuencia de la edad, se sustituyen los dientes propios por otros postizos, doña Tiburcia, que para platicar y sonreír usaba siempre una magnífica dentadura, adquirida a costa de su buen dinero, tenía la costumbre -muy propia por cierto de toda persona cuidadosa de sus intereses- de quitarse la dentadura en el momento de sentarse a la mesa, y colocarla al lado de su plato, sobre el mantel y a la vista de todo el mundo, a fin de tenerla a la mano para volvérsela a poner tan pronto como terminaba la comida; procediendo así invariablemente, tanto en su propia casa como en la de los parientes y amigos que, con todo y estar al corriente de tan peregrina costumbre, tenían el enorme valor de invitarla a su mesa.

Estos, por lo menos, son los informes y la media filiación que de ella me han dado algunas personas que viven aún y que la conocieron en sus postrimerías; pero, por mi parte, hago la salvedad de que no puedo salir garante de la exactitud de tales informaciones, pues ya lo dijo el poeta:

“Tanto así el tiempo la memoria opaca

que al cabo de los años no recuerdo

sí era rubia o morena, gorda o flaca”

 

Sea de ello lo que fuere, estimo como “peccata minuta” lo relativo al físico y demás cualidades y defectos personales de doña Tiburcia.

Lo que importa es que, con esas cualidades, con esos defectos, o con ambas cosas a la vez, pues de menos nos hizo Dios, había sabido inspirar un amor poco común a su marido don Jacobo, quien, como reza la copla:

“Sólo en ella se miraba,

por ella sólo vivía,

y si por su amor moría,

por su amor resucitaba”.

 

A tal grado era incontenible y avasallador el cariño del tal don Jacobo por su doña Tiburcia y tan ardiente llegó a ser en él su deseo de estar siempre junto a ella, que no conforme con gozar de tal prerrogativa sólo en esta vida, quiso prolongar y afianzar tal estado de cosas hasta después de la muerte.

Consecuente, pues, con su propósito y con sus desatados pensamientos, además de convenir con su esposa y de recomendar a sus amigos y parientes más próximos, que ambos (marido y mujer) fueran colocados en la misma fosa después de su fallecimiento, mandó labrar una lápida mortuoria y grabar en ella la correspondiente inscripción, con el encargo de que la colocaran sobre la tumba del primero en sucumbir al implacable golpe de la muerte y de que, bajo la misma losa y en la misma sepultura, fuera puesto el segundo en acudir a la cita ineludible.

IV

Plugo a Dios que don Jacobo fuera el primero.

Conforme a sus deseos, insistentemente manifestados durante su vida y ratificados con mayor empeño al morir, sobre su tumba se colocó la consabida lápida, en la que se leía la siguiente inscripción:

Aquí yacen los restos mortales del

Sr. don Jacobo N.

y de su Amantísima Esposa la Sra.

Doña Tiburcia Borquis.

 

OCTAVA

Modelo de virtud y de ternura

Los que aquí yacen fueron en el mundo;

juntos gozaron del amor profundo

y juntos hoy en esta sepultura,

gozan de eterna paz y de ventura.

R.I.P.

Ya habrán advertido mis lectores que muchos de esos epitafios, en verso van encabezados por la palabra Octava, así sea cuarteta, décima, lira o cualquiera otra clase de estrofa muy diferente la que en realidad se asienta debajo de ella.

V

Y mientras en el cementerio de este lugar había una tumba en la que, según la inscripción de su lápida, yacían los restos mortales de doña Tiburcia Borquis al lado de los de su marido don Jacobo; en la planta baja de la vieja casona de dos pisos ubicada en la esquina que forma la segunda calle de San Francisco con la de la Corregidora, la misma doña Tiburcia Borquis, vivita y coleando, diariamente se entregaba con toda tranquilidad a sus labores caseras, sin inquietarse al parecer, ni mucho ni poco, por la lápida que allá, en el cementerio, afirmaba con toda seriedad guardar bajo sí su cuerpo inanimado.

Todos los días, al sonar las doce, se sentaba tranquilamente a la mesa, después de quitarse la dentadura y de colocarla junto a su plato, a fin de tenerla a la mano para ponérsela nuevamente al terminar la comida.

En las tardes, a la hora de esos magníficos crepúsculos que, según el decir de algunos apasionados, son exclusivos de esta ciudad incomparable, melancólicamente se sentaba a disfrutar de la brisa vespertina, tras las arcaicas y florecidas rejas de su ventana.

En las noches, enjoyadas de estrellas y tenuemente empalidecidas bajo el peso de plata de la luna, tras la misma reja se entregaba a la dulce tarea de forjar ensueños imposibles.

Hasta que, corriendo los días, las malas lenguas -¡Libera nos Domine!- se dieron a murmurar, muy discretamente al principio y sin recato alguno después, que, al influjo quizás de esas tardes crepusculares y de esas noches tachonadas de estrellas o tenuemente plateadas por la luna, doña Tiburcia, siempre tras las arcaicas y florecidas rejas de su ventana, parecía no ser ya insensible a nuevos devaneos y amores nuevos, los cuales, según el decir de esas mismas viperinas lenguas, fincaba de preferencia en quienes un fardo de años harto más ligero que el suyo propio llevaban a la espalda.

VI

Y así por largo tiempo después de la muerte del cariñoso don Jacobo, los inquietos y maliciosos vecinos de esta ciudad pudieron darse el gusto de asistir diariamente, entre regocijados y sabrosos comentarios, a un espectáculo genuinamente paradójico:

Por una parte, en el camposanto de este lugar, una lápida bajo la cual reposaba doña Tiburcia Borquis, según podía leerse en su bien clara inscripción, y por otra, en la casona de la calle de San Francisco, la misma doña Tiburcia, en cuerpo y alma, andando, comiendo, amando y haciendo todo lo que acredita como tales a los seres vivientes.

No es, pues, de llamar la atención que la fecunda inventiva popular comenzar a distinguir a la respetable dama con el significativo mote de La Muerta Viva y que así la siguiera designando hasta el instante mismo en que la muerte, compasiva y piadosa o harta ya de engaños y ficciones, reivindicará al fin y de hecho recogiera lo que sólo de palabra se le había entregado.

VII

No he podido averiguar -¡y a fe que algo daría por saberlo!- si los restos mortales de doña Tiburcia fueron al final a descansar en la misma fosa y bajo la misma lápida que los de su rendido don Jacobo, o si irían a yacer en algún oscuro y olvidado rincón del cementerio, muy lejos de aquél que, amándola tanto y habiendo pasado junto a ella las horas más felices de su vida, tanto se esforzó por dormir también a su lado el eterno sueño.

 

 CELSITO

Era don Celso un nombre muy popular y estimado en esta ciudad.

Casi todos lo designaban con el cariñoso diminutivo de Celsito, y algunos extremaban su simpatía y afecto llamándole Chelchito.

Cuando yo lo conocí, debe de haber andado por los sesenta años.

Era jefe de la Oficina de Telégrafos y estaba casado con una dama perteneciente a familia muy conocida y estimada en el lugar, tanto por su rancio abolengo cuánto por qué de ella fue miembro uno de aquellos bravos insurgentes compañeros de Allende, apresado con él en Acatita de Baján y fusilado en Monclova.

Usaba Celsito anteojos de vidrios muy gruesos a causa de su miopía. Era rechoncho y medio encorvado, pero se contoneaba mucho al caminar, y como siempre vestía de jaquet, las colas de dicha prenda, muy de moda entonces para llevarse en la calle, a todas horas y en cualquier color, se entrecruzaban y movían pintorescamente de un lado a otro, a ritmo con los andares de su dueño.

Se distinguía especialmente por su apetito inacabable. Nadie se explicaba cómo podía caber tanta comida en aquel cuerpo tan pequeño.

Comensal obligado y puntualísimo en todas las fiestas del “Gay Comer” -perdón por las aderezadas e irreverentes palabrejas- figuraba como invitado número uno en las listas de aquellas personas que gustan de dar comilonas en su propia casa y se complacen en que los asistentes acaben con todo lo que se les pone por delante y dejen los platos como espejos, pues podrían tener la seguridad de que, asistiendo Celsito, no quedaría después del ágape ni con qué engañar el hombre de una desamparada mosca.

Muchas veces “se le amontonaba el quehacer”, pues recibía dos o tres invitaciones para el mismo día y a la misma hora, y no era raro entonces escuchar diálogos como este:

- ¿A qué hora dices que va a ser la comida? -preguntaba a su invitante

-A la una, Celsito.

-Pues, hombre, mira -contestaba compungidamente cuando con anterioridad había aceptado otra invitación para la misma hora- te agradezco mucho la atención y con todo gusto acepto, pero siempre que la comida sea a las dos, pues a la una tengo una cita urgentísima y no podría asistir a tu casa, donde todos son tan amables y cada comida es un verdadero banquete. ¡Cuánto lo sentiría!

Si el otro accedía, todo quedaba arreglado; pero si Celsito notaba la menor vacilación en él, se apresuraba a agregar:

-Mira: si te parece tarde, podríamos arreglarlo comiendo a las doce; pero siempre que sea en punto y despachemos pronto, pues te repito que tengo una cita importantísima.

Y en esa forma, escalonando las horas, aceptaba dos o más invitaciones para el mismo día y se daba otros tantos hartazgos de padre y muy señor mío.

Pero si, a pesar de sus argucias, no lograba que difirieran o anticiparan la hora de las comidas, asistía a la que consideraba más opípara y suculenta; ponía todo su empeño en que le sirvieran con la mayor rapidez, pretextando para ello la consabida urgentísima cita; devoraba hasta el último platillo, sin perdonar ni el café y repitiendo algunos de ellos; se despedía con grandes elogios y rendidas caravanas, y a mata caballo, con la premura de aquel a quien le dan en la calle la última llamada de la misa, se encaminaba a la casa del otro anfitrión, moviendo a todo trapo los faldones del jaquet y pidiendo fervorosamente a Dios que le permitiera llegar a tiempo.

Entraba dando infinidad de disculpas por la tardanza, se sentaba a la mesa y, aunque los demás comensales le llevaran tres o cuatro platillos de ventaja y estuvieran por terminar, en un santiamén los alcanzaba y los dejaba atrás, pedía también la repetición de algunos de aquellos excelentes guisos, y llegaba también hasta el café, tan fresco y orondo como el que se come un pájaro frito.

Cuando se le aglomeraban más invitaciones de las que su estómago podía resistir y la tarea era superior a sus fuerzas, sin que esta contingencia haya de llamarnos la atención, pues bien sabemos que el espíritu es fuerte pero la carne flaca, echaba mano de un expediente que, según se dice, era usual entre los romanos y que infaliblemente lo sacaba del aprieto: con su propio dedo y con la ayuda de una pluma de gallina, se provocaba el vómito al salir de una de las comidas y, ya de refresco y con nuevos bríos, se encaminaba muy campante a cumplir las demás compromisos que tenía pendientes.

*

Hubo por aquel entonces -desgraciadamente muy lejano- una cena de Navidad que hizo época.

Se celebró en una casa de la primera calle del Correo, a invitación de una dama estimadísima y muy considerada en esta ciudad; pero cuyos descendientes no eran muy de fiar, en virtud de que con facilidad perdían los estribos cuando habían ingerido algunas copas.

A ello obedeció que muchas familias, la mía entre ellas, se abstuviera de asistir; pero, como era natural, Celsito no desairó la invitación y fue de los primeros en pasar listas del presente.

Como se temía desde antes, apenas principiaba la cena cuando se armó la de Dios es Cristo.

La pelea, que comenzó de palabra y en el comedor, pronto degeneró en violencias y golpes y se extendió por toda la casa. Hubo gritos, injurias, bofetadas, palos y revuelcos, tirones de cabellos y barbas, sin escasear tampoco las mordidas. Se peleaba en el patio y los corredores, en la sala, las recamaras y las demás habitaciones, en la cocina y hasta en la azotea, y como todavía faltaba espacio para tan épica trifulca, algunos esforzados fueron a dar hasta la calle, rodaron sobre el empedrado, se revolcaron y empaparon en aquel típico caño que corría por todas las calles de la ciudad, se apedrearon e hicieron trizas más de alguna ventana de las casas circunvecinas.

Y, mientras todos los hombres se dedicaban, ya a contribuir con su granito de arena para impulsar a aquella titánica pelea, ya a calmar los ánimos y poner paz entre los furibundos combatientes, sólo las señoras y Celsito permanecían en el comedor, que había sido la cuna de la homérica contienda: las señoras, azoradas, trémulas de pavor, encomendándose a todos los santos, y Celsito, sentado a la mesa, engullendo con la rapidez que el caso requería las apetitosas viandas, y mostrando en sus ojos y ademanes el temor de que la pelea volviera de nuevo al comedor y le impidiera dar fin a tan suculenta cena.

Algunas de las damas, en el colmo de la zozobra y creyendo que Celsito podía ser un factor importante para que la contienda terminada, le afearon su pasiva actitud y le rogaron con insistencia que tratara de intervenir para poner fin al formidable escándalo.

Celsito, contra toda su voluntad y lanzando melancólicas miradas a los manjares exquisitos que descansaban sobre la mesa con todo el encanto de su apariencia y sus aromas, como humeantes promesas de deleites inenarrables, salió del comedor y se dirigió al grupo más cercano de combatientes, tratando de convencerles para que se cejaran en su descomunal empeño; pero, a las primeras de cambio, le dieron un terrible empujón y le dijeron, aunque con palabras muy enérgicas y resonantes:

- ¡Sáquese! Estas son cosas de hombres.

Celsito dócilmente se volvió al comedor, se sentó otra vez a la mesa, empuñó tenedor y cuchillo resignadamente dijo a las señoras, que con disgusto le contemplaban:

- ¿Qué quieren ustedes? Dicen que son cosas de hombres. Ni modo de hacer nada.

Y sin otros comentarios, reanudó la interrumpida tarea, mientras los gritos, injurias, palos, pedradas y bofetones retumbaban en su alrededor, como un fondo de ruido dispuesto a propósito para hacer resaltar la calma, el deleite, la beatitud con que aquel campeón de la lotería se consagraba a saborear su cena.

*

Era don Prisciliano un caballero muy honorable, esmirriado, bajito, paliducho y con una abundante cabellera color castaño que a leguas se advertía que no era propia.

Si no es la única peluca que he visto en uso en toda mi vida, sí, por lo menos, es la que he visto usar con mayor desmaño.

Desempeñaba don Prisciliano el cargo, muy importante entonces, de Administrador Principal de Rentas del Estado, y había sido antes Gobernador del Departamento de Sierra Gorda, que comprendía los Partidos de Allende, Dolores Hidalgo, San Felipe y San Luis de La Paz, con sus anexos o subalternos y con cabecera en esta ciudad.

Dado el aspecto macilento y enclenque de don Prisciliano, todo mundo hubiera supuesto que se alimentaba con tacitas de sagú, tan usado entonces, vasitos de leche cada tres horas, copitas de rompope, jaletinas, arrocito con leche y otras parvedades semejantes, y nadie lo hubiera creído capaz de comerse siquiera un mal pedazo de carne asada.

Pero, suposiciones aparte, lo cierto es que un día, platicando con Celsito, le dijo:

-Oye Celsito: yo sé que a ti te gusta comer bien.

-Efectivamente -contestó don Celso- ¡Para qué voy a negarlo!

-Pues, mira, a mí también me gusta un poco; pero me agrada más cuando como en compañía de personas que saben hacerlo, como tú. Te convido, pues, a que vengas a cenar conmigo una noche de éstas, y no te invito a comer porque, teniendo que trabajar por la tarde, no puede uno obrar con la calma y libertad de ánimo que el caso requiere.

*

Acordado lo conveniente, don Celso se presentó en la casa de su anfitrión a la hora señalada, y la cena se inauguró con una soberbia sopa de ostiones.

-¿Qué te pareció? -preguntó don Prisciliano al terminar ese plato.

De primera -contestó don Celso.

-¿Te parece que la repitamos?

-La repetiremos.

Y a esa repetición siguieron unos macarrones gratinados; un buen plato de pollo frito, con su correspondiente adorno rabanitos, aceitunas, alcaparras, hojas de lechuga y otras menudencias; un espléndido filete de res con puré de papa, ruedas de jitomate y chilitos en vinagre; unos riñones al jerez que no dejaban qué desear, unos chiles rellenos de picadillo, con pasas y acitrón, envueltos en huevo y con caldillo de jitomate que ¡válgame la virgen!; unas alcachofas a la española, de chuparse los dedos, y unos apetitosos frijoles refritos con tostaditas doradas en manteca, rebanadas de queso, trocitos de chorizo y rajas de chiles jalapeños; platillos todos que, a semejanza de la sopa, merecieron el honor de la repetición y que tuvieron como digno remate un postre de huevos reales y un enorme tazón de chocolate con roscas de manteca y pan de huevo.

Por supuesto que los vinos estuvieron a la altura de las circunstancias, pues no hubiera don Prisciliano hombre tan poco cuidadoso de su estómago que, tras echarle a cuestas tan formidable trabajo, no le ministrara también el apropiado refrigerio.

*

Cuando ya se disponía a servir la tradicional copita de crema de cacao, don Prisciliano, tan cortés y ceremonioso como siempre, interrogó a don Celso.

-¿Cómo te sientes, Celsito?

-Encantado

-Pues, si quieres, volvemos a comenzar.

-Pues comenzaremos de nuevo.

-Doloritas -dijo don Prisciliano, dirigiéndose a su apacible y simpática esposa, que había presidido aquel “tragalitón”, aunque sin participar en él- me haces el favor de ordenar que comiencen a servirnos nuevamente y por su orden?

Y aquellos dos titanes de la gastronomía recorrieron una vez más las “etapas” de la pantagruélica jornada, con el mismo placer que se llevaran muchas horas sin probar bocado.

Y -cosa increíble, pero rigurosamente cierta- cuando llegaron al final del nuevo recorrido, don Prisciliano, con la calma y la circunspección que le eran peculiares, invitó a Celsito para que repitieran otra vez; pero la señora, muy apenada, les hizo saber que ya no quedaban ni rastros de lo que había preparado para la cena.

- ¡Qué lástima, Doloritas, que no hayas preparado un poco más -dijo cortésmente don Prisciliano-! Temo que Celsito vaya a pensar que en esta casa pasamos hambres. ¿Que no habrá por ahí alguna otra cosita que pudieras darnos?

Doloritas se echó a buscar con todo empeño, y solo encontró en la alacena una marqueta de membrillate y un melón de regular tamaño, cosas ambas que don Prisciliano se puso a rebanar y engullir con toda calma; excusándose Celsito de acompañarlo por pretextar que tales comestibles no eran santos de su devoción, pero en realidad, a mi modo de ver, porque el caballo comenzaba a alcanzarle, si no es que estaba ya echado y resollando recio.

Entre tanto, Doloritas, muy afligida por las palabras de su esposo que, aunque muy corteses, no dejaban de entrañar un reproche, mandó al mozo a la plaza para que comprara pollo frito, enchiladas o cualquier otra cosa que hubiera a fin de remediar su falta de previsión.

El mozo regresó pronto, trayendo unas gorditas de frijol, compuestas en la forma acostumbrada, únicas que le quedaban a Mema la pollera; toda la existencia de charamuscas y pepitorias que tenía el dulcero del portal de arriba, y una cazuela de buñuelos “mojados”.

Don Prisciliano se comió todas las gorditas de frijol, acabó con las charamuscas y pepitorias y no dejó ni rastros de los buñuelos; no acompañándolo Celsito en esa empresa por las mismas razones antes dichas.

Y como ya no quedaba otra cosa que llevarse a la boca, le dijo a su invitado con todo comedimiento:

-Celsito, dispensa la poquedad. Me siento muy apenado por eso; pero te aseguro que no ha sido culpa mía ni de Doloritas, sino de las sirvientas, que son muy descuidadas.

Ya tendré el gusto de convidarte en otra ocasión, con la seguridad de que no volverá a suceder lo de hoy.

Don prisciliano se levantó de la mesa y se fue “derechito” a la cama, donde poco después roncaba como un bendito, mientras que su invitado se dirigió al Jardín Principal a dar vueltas y más vueltas, seguramente que con objeto de digerir la cena.

*

La jornada había sido gloriosa, digna de una epopeya; pero Celsito no estaba contento.

Salió de la casa cabizbajo y amargado, sintiéndose apocado, deprimido, pesaroso, en una palabra: ¡derrotado!

Le habían embalado el cañón. Le habían dado machetazo a caballo de espadas.

                                                                                                                                                 15-IV-1955


CHUCHILLO

Su nombre era Jesús. En cuanto a su apellido, ¡que más nos da saberlo que ignorarlo!

Desde niño le comenzaron a decir Chuchillo, y Chuchillo siguió siendo hasta su muerte.

Yo lo conocí ya viejo, quizás cuando andaba entre los cincuenta o sesenta años, sin que, por mi corta edad, pudiera yo formarme idea exacta a la suya.

Era rebocero, pero, además, era músico, y así es como yo lo recuerdo, tocando el trombón, la tuba, el bajo o alguno de esos instrumentos de metal que tienen formas muy semejantes y que tal vez por eso nunca he sabido distinguir.

Sus conocimientos y aptitudes musicales deben de haber sido casi nulos, pues sólo tocaban los instrumentos más sencillos, esos que se pasan toda la pieza haciendo “fufu, fufu”, sin salir de lo mismo.

Pero, aún sin saber nada de composición o armonía, y hasta presumo que ni de solfeo, seguramente que el gusanillo de la inspiración solía cosquillarle las entretelas, pues con mucha frecuencia invitaba a su casa a alguno de sus compañeros que supiera escribir música y, tras de obsequiarlo con una copa de rompope, acompañada de las indispensables “puchas”, con una sabrosa horchata y, en ocasiones, hasta con un buen “fajo” de catalán, entonces muy en uso, se ponía a silbar una pieza que se le había ocurrido la noche anterior, a fin de que su camarada la pusiera en solfa.

Había de verlo y oírlo entonces. No sólo silbaba magistralmente su composición, porque en eso de silbar sí que era un verdadero maestro, sino que indicaba a su amanuense ocasional los instrumentos que debían tocar determinada parte, donde entraban los clarinetes, donde el redoblante o los platillos, como tenía que hacer el cornetín o los bajos, que matices, en fin, había que dar a la composición.

Supongo que tales piezas e indicaciones no pasaban de meras fantasías, por no llamarles disparates, pues nunca llegué a saber que se tocara alguna de aquellas curiosas composiciones.

Como era muy entonado y diestro para silbar, mi abuela le pagaba porque les fuera a dar lecciones a sus cenzontles, clarines y demás pájaros cantores.

No sé cuánto le cobraría por la enseñanza, pero sí recuerdo que la impartía siempre en un cuarto cerrado, a oscuras, preferentemente de noche y sin luz alguna, para que los discípulos no se distrajeran y aprovecharán la lección.

Y así se pasaba hora tras hora, silva tonadas y más tonadas, sin otro auditorio que aquellos aprovechados discípulos, prisioneros en sus jaulas, que, a la mañana siguiente, a la luz del día, repetían fielmente lo que el Chuchillo les había enseñado en la oscuridad, la noche anterior.

Era Chuchillo un hombre raro, retraído, de pocas palabras y extrañas manías.

Tenía varias hijas, a quienes, como es natural, quería entrañablemente.

Siempre estaba con el temor de que fueran a casársele, y ese temor debe de haberlo inquietado desde que nació la primera, pues desde entonces comenzó a poner en práctica un ingenioso expediente, infalible según él para impedir tan amargos trances.

Dedicó una de las más espaciosas habitaciones de su casa a depósito de esos zapatos que, por muy usados e inservibles, es costumbre regalar a gente más necesitada o tirar al basurero.

El no permitía que se regala ni se tirara uno solo. En pares los iba colgando en unas cuerdas que, como tendederos, cruzaban la habitación de un lado a otro.

Cada cuerda estaba dedicada a una de sus hijas, y en ella iba colgando, sin faltar uno, todos los pares de zapatos que esa hija había usado desde niña, inclusive los de estambre y de cabritilla que se llevan cuando todavía no se puede caminar.

Y su memoria le era tan fiel a ese respecto, que sin esfuerzo ni titubeos decía de corrido en qué lugar, a qué persona, en qué fecha y a qué precio había comprado cada par.

-Estos de charol se los mandé a hacer al “maistro” José María. Me llevó doce reales por ellos y mi hija los estrenó el Jueves de Corpus de tal año; pero, como le apretaban un poco, fue necesario mandárselos “costear” para que dieran de sí. Estos bayos los compré en la tienda de don Genaro…

Y así continuaba la relación de todos ellos.

Como quien muestra un magnífico museo de antigüedades, tenía verdadero placer en mostrar aquella enorme colección de zapatos viejos, deformados y sucios, a las personas que lo visitaban, y, después de decirles todos los detalles relativos a cada par y la respetable cantidad total a que montaba cada renglón de aquella curiosa “zapatoteca”, pues todo eso lo sabía de memoria, agregaba con un aire de visible satisfacción y una sonrisa desbordante de malicia:

-¡ya ve usted! Así, cuando cualquier bribón pretenda casarse con alguna de mis hijas, no tengo más que traerlo a este lugar y decirle: “Mire, amigo, estoy conforme en que se case con mi muchacha, siempre que me pague antes lo que he gastado en esos zapatos que está viendo”. Y ¿usted cree -agregaba- que me los va a pagar? ¡Ya parece!

Y los ojos le brillaban de alegría, pues estaba completamente convencido de la eficiencia de su treta.

*

Frecuentemente iba a viaje, con otros compañeros, “a las villas”, como ellos decían, o sea, a Córdoba, Orizaba y otros lugares cercanos a esas poblaciones del estado de Veracruz.

Siempre hacían esos viajes por tierra, es decir, a caballo y con una recua de burros, llevando rebozos, fajas o ceñidores sarapes y otros artículos que se fabricaban en el lugar y trayendo a su regreso tabaco, cacao o algún otro producto de aquellas regiones, con lo cual obtenían buenas ganancias.

En una ocasión, viniendo ya de vuelta con otro compañero, habiendo sufrido algún imprevisto retardo en el camino y contando con muy escasos recursos, pues todos los habían invertido en las mercancías que traían del viaje y de las cuales no habían podido vender ni siquiera una pequeña parte en el trayecto, llegaron a una población en la que se celebraba la feria regional y en donde, con ese motivo, había muchos puestos y diversiones.

Entre estas últimas figuraban de manera principal aquellos famosos bailes públicos en que, al son de un harpa y una guitarra, se bailaba el jarabe sobre una tabla embutida en el piso, en hueco, para que resonara bien al taconeo y pudiera apreciarse la habilidad de los bailadores, algunos de los cuales, especialmente las mujeres, danzaban con una botella en la cabeza, sin tirarla y sin derramar el líquido, no obstante, los bruscos movimientos que el baile requería.

Unas mujeres grotescamente ataviadas, peor encaladas de la cara y con chapas pintadas de papel de China, se sentaban en torno de los improvisados salones de baile, en espera de charros presumidos y rancheros ingenuos, ansiosos de lucir en público sus aptitudes coreográficas.

El que tal cosa pretendía pasaba, agachándose, por debajo de la cuerda que delimitaba por el frente del espacio señalado para el baile; cortésmente se quitaba el sombrero ante la bailadora que más le había llenado el ojo; ésta se levantaba incontinenti e iba a colocarse en un extremo de la tabla en que habría de actuar, ocupando su pareja el otro extremo; el “maistro” del arpa se ponía a arrancar arpegios de tanteo a su instrumento; las encargadas de entonar las coplas comenzaban a carraspear para limpiarse la garganta; la bailadora, de pie en su sitio, se contoneaba suavemente en espera de la señal para iniciar su tarea, y tras estos obligados preliminares, el jarabe, alegre y bullicioso, surgía de las cuerdas del arpa, a la par que el ruidoso taconeo de los bailadores y una espesa nube de polvo se alzaban de las embutida tabla.

Y seguía el cambiarse de lugares al terminar cada mudanza, y las picarescas coplas entre cada cambio, entonadas por las ríspidas y aguardientosas voces de las cantadoras, y el ponerse la botella sobre la cabeza y no dejarla caer durante el baile, y todos los demás detalles que de sobra conocemos como típicos y exclusivos del jarabe, y, al concluir éste, el garboso ademán del bailador, qué se quitaba el sombrero en señal de agradecimiento y echaba en el agujero del arpa el medio -seis centavos- que era el precio oficial de la bailada.

Pues bien, volviendo a Chuchillo y a su compañero de viaje, tan pronto como llegaron al mesón y descargaron los fardos, se pusieron a hacer balance de sus exiguos recursos; llegando al triste resultado de que, para poder pagar el mesón y llevar algo qué comer al día siguiente en el camino, era indispensable quedarse sin cenar esa noche.

Pero, en el momento en que iba a comenzar sus cálculos, Chuchillo separó seis centavos al acervo común y le dijo a su compañero:

-Amigo, usted me dispensa, pero voy a apartar este medio que he de menester mucho, y ya de lo que quede podemos disponer libremente para nuestros gastos.

-Hombre -contestó el otro- ya ve qué mal andamos. Con ese medio podríamos comprar siquiera unas tortillas para esta noche.

-Pues sí, amigo: pero le repito que lo he de menester mucho y a querer o no.

-Está bien -asintió el compañero, creyendo que se trataría de una manda o de algo más necesario y urgente que la cena de esa noche.

Terminando el balance, con los desastrosos resultados antes dichos, Chuchillo salió a la calle y el compañero se dispuso a acostarse para matar el hambre con el sueño; pero pronto cambió de idea y se encaminó a la plaza pública, pensando que sería un remedio más eficaz el distraerse un poco con las diversiones de la feria.

Al pasar frente a uno de los bailes públicos, se quedó pasmado de ver que Chuchillo, pasando por debajo de la consabida cuerda, le tendía el sombrero a una bailadora y, muy serio y garboso, se ponía a pespuntear un jarabe, taconeando de lo lindo sobre la tabla y levantando más polvo que un remolino.

Y, al terminar el baile, lo vio quitarse el sombrero rendidamente y adelantarse con notoria satisfacción a depositar en el agujero del arpa el famoso medio, aquel medio que apartó de preferencia a cualquier otro gasto, inclusive el de la cena, porque “lo había menester mucho”.

Al salir Chuchillo del salón, pasando otra vez, agachado, por debajo de la cuerda, el compañero lo increpó, diciéndole:

-Pero hombre, ¿cómo iba yo a creer que el medio que con tanto empeño apartó y que podía habernos servido siquiera para comprar unas piezas de pan lo iba a usted a emplear en venir a ponerse en ridículo con ese cochino baile?

-Pues ¿qué quiere, amigo? Es una “costelación” que tengo desde hace muchos años. Siempre que paso por este pueblo en tiempo de fiestas, tengo que echar mi “bailadita”. Si no, no estoy contento, pues le repito que es una “costelación”.

Tuvo una vez la suerte, ya con sus postrimerías, de que lo nombraran Agente de Correos; pero fue necesario relevarlo del cargo al poco tiempo porque, en unión de sus hijas, que ya estaban creciditas, y con el auxilio de una olla de agua hirviendo y de un buen frasco de goma de mezquite, se dedicaba todas las noches a abrir las cartas que caían a su oficina, no con el fin de sustraer valores, como ahora se hace; pues a ese respecto era un hombre honrado a carta cabal; sino llana y simplemente por enterarse de las vidas ajenas; por estar al corriente de todo lo que sucedía en el pueblo o fuera de él; por darse el gusto de conocer los chismes y enredos y hasta los secretos de familias que muchas de ellas contenían y, principalmente, por sentir la satisfacción de comunicar a sus amistades, en confianza, con la mayor reserva y con la encarecida recomendación de guardar el secreto y de no decir a otras personas lo que él y sus hijas les hacían saber también a estas últimas, pero, eso sí, bajo la mayor reserva igualmente con la recomendación de no decirlo a los demás.

Poco le duró el gusto. Pues el público se enteró pronto de lo que estaba sucediendo, a pesar del cuidado, la olla de agua hirviendo y el frasco de goma que Chuchillo y sus niñas usaban para abrir y volver a cerrar las cartas; habiendo tenido la suerte de que, por falta de pruebas bastantes, no lo pudrieran en la cárcel por violación de correspondencia.

Y no se crea que inventó ni exagero. ¡Así era Chuchillo!

                                                                                                                                                   4-IV-1955

 


 

Por: LIC CORNELIO ESPINOSA

EL TIEMPO

Puertas afuera, nuestra ciudad se convulsiona en una constante pirueta de violencia y transformaciones, que, según nuestros criterios, son exigencias del mundo moderno. Mientras que, de nuestras nobles y viejas casonas, frecuentemente solo quedan sus fachadas.

En los claustros y conventos, de canceles adentro, la vida se remansa, se acurruca y se adormece al sopor de la penumbra. Son como un lago alimentado por fuentes subterráneas, cuyas aguas dulces y quietas, reflejan inmutables el azul sereno del cielo y el verde musgoso de as sorillas. Cielo y jardín y entre los dos, el oro de la piedra labrada en innumerables arrumacos, con la brillantez cromática de los azulejos de las cúpulas reflejadas en el espejo del agua.

Los viejos conventos sanmiguelenses, como el romántico claustro y jardín de la Santa Casa, son un pequeño remanso de paz en nuestros días, reminiscencia de los que fuera la inolvidable huerta del Oratorio, el cual pregona a los cuatro vientos ese recuerdo, especialmente a quienes, como nosotros, tenemos la suerte de visitarlo. Reproduce en diminutivo la imagen que antaño tuvieron estos paradisiacos jardines de fuentes rebosantes y cristalinas aguas, en cuya linfa saciaban y sed bulliciosas avecillas. Árboles frutales cubrían, ofreciendo sus maduros frutos desde sus frondosas ramas. Perfume y trino saturaban el ambiente, cuyo silencio monástico era interrumpido de vez en cuando por el canto del cenzontle.

Una leyenda centenaria, tal vez de origen medieval, fue trasplantada a este huerto filipense, el cual, dada su belleza, parecía marco apropiado para tal suceso extraordinaria. Cuenta la leyenda que cierto día, después del rezo de Vísperas, la comunidad oratoriana deja la capilla y ca uno de los padres se dirige a su celda, entre ellos Manuel Castilblanque, quien, durante el rezo de los Salmos, unos versos del Salterio, le golpearon la mente y moviendo su corazón, los cuales decían: “…un instante en tu presencia Señor, es como un siglo… que ya pasó…”

Creyendo haber olvidado esta intuición, sin darse cuenta y con paso firme, en lugar de caminar en dirección de su celda, tomo el camino de la huerta. Momentos después contemplaba absorto la belleza de las fuentes que distribuían su líquido entre los verdes prados alfombrados por lirios rosas, violetas y pensamiento. un mágico estanque en cuyas aguas temblorosas se reflejaban invertidas las torres y cupulas de la villa, aparecía el fondo de la finca.

Floridas enredaderas tapizaban arcos y paredes del templo y del claustro vecinos, mientras que, al pie de frondosos árboles, crecía rico viñedo. Eran los meses que anteceden a la primavera, cuando los arboles frutales se cubren de nuevos retoños y los azares de naranjas y limoneros rivalizan con las flores por su aroma y por colorido, con camelias y begonias.

La tarde era agradable. Se respiraba un ambiente placentero propio de los atardeceres cuando después de un buen chubasco, el cielo se ve más claro. Las hojas de los arboles y de las plantas resplandecen en virtud de las gotas de agua que aun permanecen sobre ellas. En ese momento el sacerdote Castilblanque experimento un gozo profundo que invadió todo su ser, Enel mismo instante que un ave interrumpe su contemplación, mas que sus pensamientos. Se trata de un pajarillo que, sacudiendo sus alas amarillas y rojas desde el brocal del pozo abandonado, se eleva hasta la copa del más alto ciprés y posado allí, prorrumpe en un trino melodioso, en donde las notas de desgranan en torrentes maravillosos, inundando su alma de felicidad, antes nunca experimentada.

En ese momento, como o en un relámpago volvió a su memoria el Salmo que sin darse cuenta lo había llevado hasta aquel apartado lugar:

“…un instante en tu presencia, Señor….

Es como un siglo, que ya paso…”

El ave termina su melodía. El sacerdote bajo la mirada mientras su espíritu invadido por una nostalgia infinita… miró en torno suyo. Le parecía soñar… movió la cabeza, como si quisiera poner orden en sus ideas…

¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?

El lugar no es el mismo. El huerto se había transformado. Lo que momentos antes fuera un hermoso jardín, ahora más parecía un abandonado corral. Con miedo recorría con la vista el panorama. Creía haber perdido la razón. sin embargo, su corazón dejo de latir violentamente cuando entre los viejo s y gigantescos arboles descubrió las torres y la cúpula de la Santa Casa de Loreto. Corrió, mientras sus pies se hundían entre la maleza, de lo que alguna vez había sido un huerto. Dando traspiés y saltando por una puerta media tapiada, se internó en lo que le parecía recordar su antiguo claustro de San Felipe Neri.

La leyenda, relatada a fines del siglo XIX, refiere que los padres que encontraron a este extraño personaje que se decía ser el padre Manuel Castilblanque no daban crédito a sus palabras. Un sobrino del aparecido, don Jesús Castilblanque, capellán que fuera como el primero de la Santa Casa, opinaba que tal vez su pariente, perdida la razón, había salido de San Miguel y que “ahora” recobrándola en parte regresaba para morir entre sus compañeros. Había rezado Vísperas en tiempos de la Colonia y estaba de regreso después de la expropiación de don Benito Juárez. Casi cien años más tarde… he había cantado “El pajarito de la Gloria”.

Una leyenda con sabor a “eternidad”. Y otras muchas de carácter heroico, de torneos filosóficos y científicos, son algunos de los mensajes que nos transmiten estos claustros y conventos venerables, en contraparte con lo que sucede en las calles en donde la inquietud de cada instante, las preocupaciones del momento, van dejando en el mismo arroyo todo lo que no les sirve o les pueda estorbar, en el cambio vertiginoso de la marcha.

Lic. José Cornelio López Espinosa

 

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HEBDOMADARIO

Hoy es el gran día en que San Miguel puede celebrar o seguir festejando el nombramiento de Ciudad Patrimonio Mundial alcanzado en la reunión de la Convención de la Unesco, celebrada en Quebec, hace 8 años y siguiendo los pasos de la capital del estado que 20 años antes habia alcanzado este derecho en la reunión de Brasil y si bien el 7 de julio fue aceptada la fecha oficial es diez de julio de 2008. Felicidades a quienes participaron en el largo proceso que significa el poder conseguir este nombramiento tan pretendido y sólo diez ciudades en toda la república mexicana lo tienen, solo diez. En el mundo global que nos tocó vivir las redes sociales y la información que se mueve por la autopista del internet nos rebasó desde hace mucho tiempo a muchos que, como yo, hemos rebasado loa docena de lustros, pero algunos estamos haciendo el esfuerzo por actualizarnos para no vivir en el pasado y tratar de comprender a nuestros hijos y nietos que viven aceleradamente el presente.

BIOGRAFIAS:

Romeo Tabuena, uno de los grandes pintores que han venido a radicar a San Miguel de Allende; a los 34 años de edad vino a México y al conocer la obra de los grandes muralistas mexicanos se quedó a radicar en nuestra ciudad. Aquí vivió con su esposa Nina, de origen noruego, su nombre completo era Romeo Villalba Tabuena  fue un pintor y grabador filipino que nació en la ciudad de Iloilo. Estudió arquitectura y pintura en Manila, Filipinas. También estudió en Nueva York y París. Sin embargo, conservó su nacionalidad filipina. Pintó el mural Filipiniana en la Embajada de Filipinas en Washington, DC En 1965, participó en la Octava Bienal de San Pablo arte como el artista filipina oficial y como el comisario de arte a partir de las Filipinas. El Museo de Arte de Honolulu mantiene su pintura Carabao, lo cual es típico de las pinturas animales del artista.           Tabuena aparece en Quién es quién en el arte americano, Internacional Quién es quién en el arte, y la Internaciona