28 de diciembre de 1765 traslado de
las Monjas a su convento.
Francisco Martínez Gudiño,
maestro de arquitectura que era natural de Guadalajara, y que en 1752 era
vecino de Santiago de Querétaro, recibió el encargo de hacer un plano del
futuro convento. También en 1752 empezó a construir el beaterio e iglesia de
Santa Rosa de Querétaro, por lo que seguramente salió de San Miguel para
dirigir esa obra, ya que la de la Concepción no se inició de inmediato. La real
cédula con la licencia de fundación llegó el 10 de marzo de 1754 y fue hasta
después de eso cuando se puso la primera piedra, ceremonia que tuvo lugar el 25
de mayo de ese mismo año. Martínez Gudiño se ocupó en la construcción de 1755 a
1756. Fueron sus ayudantes los alarifes y maestros de arquitectura Pedro
Joaquín de Tapia y Salvador Antonio Hernández, y don Francisco de Lara
Villagómez actuó como consejero de la obra, debido a su “notoria y sabida
práctica y conocimientos en fábricas de arquitectura”.
La construcción, de acuerdo con
Martínez Gudiño, costaría casi 40 000 pesos. Don Francisco José de Landeta,
conde de Casa Loja y tutor de la patrona y fundadora, vigiló la buena marcha de
los trabajos. El 9 de diciembre de 1755, Landeta se comprometió formalmente a
concluirla, en tres o cuatro años, junto con otros vecinos acaudalados de la
villa; don Domingo de Unzaga, don Francisco Antonio de Lanzagorta y Landeta,
caballero de Calatrava, don Manuel de Mandioca y don Antonio de Terán. En una
escritura notarial quedó asentado entre todos ellos darían 24 000 pesos y que
el responsable de la conclusión del convento era el primero. El 9 de noviembre
de 1759, poco antes de morir, el conde hizo testamento y dejó cinco herederos
que, seis años después, hicieron entrega del convento e iglesia a don Jerónimo
López Lergo, prebendado de la catedral de Valladolid. Era un monasterio
modesto, con 12 celdas, claustro y lo necesario para la vida monástica, todo en
una planta. Las Concepcionistas fueron trasladadas a su flamante morada el 1°
de enero de 1766, acompañadas por López Llergo y el Obispo Pedro Anselmo
Sánchez de Tagle (1758 - 1772).
Desde el primer momento se pensó
que las monjas se ocuparían de un grupo de niñas, como solían hacerlo entonces
las Concepcionistas Novohispanas y de hecho parece que así fue. Francisco de
Ajofrin visito la Villa de San Miguel del 12 al 24 de septiembre de 1764 y
asentó en su diario que había dos beaterios, uno de dominicas y otro de
franciscanas, y que “se está fabricando un magnífico convento para Monjas de la
Concepción y dentro un colegio para niñas”. La iglesia se había proyectado de
cruz latina; pero solo tenía listos los coros altos y bajo, a los pies, y la
nave hasta lo que sería el crucero. Pasaron los años y con ellos tres Obispos,
sin que nada se construyera nuevo en el convento, a excepción de un dormitorio,
que al poco tiempo resultó defectuoso.
El hijo del conde de Casa Loja
que tanto había ayudado a la edificación conventual, siendo ya conde a su vez,
lo reparo en 1797. Se hallaba desplomado y le hizo poner unos arbotantes de
calicanto. El obispo Fray Antonio de San Miguel Iglesias (1785 - 1804) costeo
el lado poniente del claustro alto, para evitar que gente de mal vivir se
metiera al convento, aprovechando el estado inconcluso de la iglesia; además,
mando quitar las pilas ubicadas en las celdas, con excepción de dos que no eran
perjudiciales para la construcción. En 1800 se experimentó en San Miguel el
Grande un fuerte y dilatado temblor. Quizá ese hecho fue el detonador de un
gran malestar y preocupación con respecto a la iglesia inconclusa y al estado
del convento. La abadesa encabezó una reclamación contra el Conde de Casa Loja
y sus hermanos, como herederos de su padre y de sus compromisos.
El subdelegado de San Miguel,
Francisco de Veyra y Pardo, informo al intendente Riaño, de Guanajuato, que
todo estaba disforme en el convento y que amenazaba ruina. Según él, la pared
que cerraba el crucero de la iglesia era muy elevada y de adobes se hallaba
agujerada por las ratas, maltratadas por las aguas y haciendo peligrar a un
altar situado junto a ella, en el que se decía misa, porque se temía un
derrumbe. Por otra parte, en Querétaro sólo había un arquitecto en 1801,
Mariano de Orihuela, y ninguno en San Luis Potosí, Guanajuato; mientras que en
San Miguel el Grande sólo se contaba con los peritos Felipe González y Juan
Romero, este con titulo de agrimensor.
En vista de ello se solicitó la
presencia de Antonio Velázquez, director del ramo de arquitectura en la Real
Academia de San Carlos, quien acudió a San Miguel en 1801, para un asunto
relacionado con la distribución del agua. Se aprovechó su estancia para
solicitarle que reconociera el convento. Lo inspeccionó y observó que peligraba
la bóveda de la portería; pidió el mapa de la edificación y una copia
autorizada de la obligación contraída por el anterior conde de Casa Loja; pero
ni el hijo de este ni la abadesa María Agustina de la Encarnación tenían el
plano. Ella inició una reclamación contra el albacea testamentario del difunto
conde de Casa Loja, don Francisco María Diez de Sollano, a quien requirió para
cumplir la promesa del difunto, en el sentido de concluir el convento.
Su sucesor en el condado alego
que se había cumplido con ello en su momento. Informó que la iglesia media 54
varas de largo por 12 7/8 de ancho; no tenía cuarteaduras ni hendiduras, fuera
de unos pelos en las claves de los arcos que dividían sus bóvedas. Afirmó que
la pared de adobe que la cerraba se había levantado sobre otra de calicanto, de
igual espesura y cinco varas y tercia de alto, la cual estaba intacta y a
plomo. Con respecto a la bóveda de artesón de la portería, aseguro que era
igual a la de Santa Rosa de Querétaro, por haberla dirigido el mismo artífice,
y algo sorprendente: la causa de su daño era que sobre su arranque “había dos
vergeles de capacidad”, con árboles frutales. Esto le constaba porque el año
anterior había acudido a visitar el convento, antes de la elección de abadesa,
y había comido duraznos de ellos.
El peso y la humedad de la tierra
ocasionaban ese deterioro y, a pesar de que el obispo de Valladolid había
quedado enterado de ello, no se había puesto remedio. Esta bóveda media 13
varas en cuadro y estaba cuarteada hacia el centro, en sus cuatro esquinas. A
su entender la construcción no carecía de firmeza, aunque no fuera del gusto
contemporáneo. Arguyo que su padre se había obligado a la construcción; pero no
a su re edificio y que de sus cinco herederos uno era mayordomo del convento y
graciosamente lo sostenía en sus gastos y urgencias. En cuanto a la iglesia,
dijo que el muro sur, colindante con el cementerio, estaba desplomado, pero sin
peligro; en cambio si había riesgo con el muro de adobe de la cabecera y el
arco por el que se entraba a la pieza que servía de sacristía, donde estaban
los confesionarios.
El conde había invertido 11,344
pesos con 54 reales, por encima de la suma otorgada por la fundadora. Los
24,000 pesos que se habían reunido entre los vecinos, se destinaron para dotar
a las religiosas. En vista de ello, en agosto de 1804 la abadesa acudió al
virrey Iturrigaray para pedirle que, como vice patrono, concluyera la iglesia.
Al año siguiente de albacea del conde de Casa Loja, don Francisco María Diez de
Sollano, fue requerido para que cumpliera la promesa del difunto, respecto a
construir y reparar el convento; dicho albacea presento las cuentas de la
construcción.
En 1805 ya se habían empezado las
obras; seguramente fue entonces cuando el convento se convirtió en real; fue
con ayuda de la corona como se hizo la segunda planta de claustro y se
arreglaron los lugares comunes, que las monjas no enseñaron al arquitecto
Velázquez “por infundada vergüenza”. La torre se levantó entre 1841 y 1842. El
acceso a la iglesia se hizo siempre por sendas puertas pareadas. Seguramente
tuvo muy buenas pinturas, ya que todavía se conservan muestras de ello, como lo
es una serie pictórica de la vida de la Virgen, pintada por Juan Rodríguez
Juárez, varias pinturas que han sido atribuidas a Miguel Cabrera, y un Corazón
de Jesús firmado por Baltasar Gómez en 1820.
También hubo buenas imágenes y
retablos dorados, de los que queda muestra en el coro bajo, ya que el interior
del templo fue renovado y ahora tiene altares de piedra gris. Entre las
esculturas que se encuentran en el templo destacan, por su antigüedad y calidad:
la Inmaculada y San Francisco en el altar mayor y la de San José, ahora en un
altar del lado de la epístola, que también es digna de mención, como lo son
algunas pinturas e imágenes que lograron conservar las religiosas, como las que
se encuentran en el coro bajo. No fue hasta 1891, después de tres décadas de
haber sido exclaustradas las religiosas, cuando el maestro cantero Ceferino
Gutiérrez construyo la inmensa cúpula de la iglesia, con doble tambor,
inspirada seguramente en una ilustración europea.
Tomado de:
Monografía de San Miguel de
Allende
De: José Cornelio López Espinosa
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