CAPTURA DE LOS LÍDERES INSURGENTES
21 de marzo de 1811, aprehensión de los caudillos insurgentes.
El 17 de marzo salieron de Saltillo Allende y los demás
caudillos escoltados por poco más de mil hombres, dejando a Rayón dos mil quinientos
que sería núcleo y base del ejercito destinado a moverse hacia el interior.
Marchaban los jefes principales en catorce coches y detrás de éstos, aunque a
larga distancia, veinticuatro cañones de diversos calibres, los bagajes entre
los que iban quinientos mil pesos en dinero y barras de plata, y la escolta que
venía enseguida, cubriendo la retaguardia. En este orden, pasaron por Santa
María, Anhelo y Espinazo del Diablo. La marcha era lenta y penosa por lo
embarazoso de los bagajes, la falta de provisiones en aquellas despobladas llanuras
y sobre todo por la escasez de agua, pues las siete norias del tránsito estaban
azuzadas por disposición de Elizondo.
Éste, por su parte, a la cabeza de trescientos cincuenta
hombres salió de Monclova en la tarde del 19 y se situó en Acatita de Baján. A
las nueve de la mañana del 21 se avistó la vanguardia de la caravana, compuesto
de sesenta y seis hombres que las tropas de Elizondo dejaron pasar y que fueron
arrestados luego que se hallaron en el centro de la columna realista, sorpresa
que se llevó a cabo con facilidad tanto por la absoluta confianza con que
caminaban los independientes por entre tropas que consideraban amigas, como
porque aquel punto de camino hacia una curva para costear una pequeña loma tras
de la cual se ocultaba el grueso de las fuerzas de Elizondo, que podía detener
y desarmar a los que sucesivamente llegaban sin ser visto de los que venían
atrás. Uno tras otro fueron detenidos los catorce coches y apresados los que en
ellos se hallaban después de una ligera resistencia. El último conducía a
Jiménez, Arias, Allende e Indalecio su hijo; al intimárseles que se rindiesen,
allende disparo su pistola sobre Elizondo apellidándose traidor; éste quedó
ileso y dio orden a su tropa de que hiciese fuego, resultando muerto el hijo de
Allende y herido Arias, de tal gravedad que falleció algunas horas después. El generalísimo
y Jiménez fueron entonces aprehendidos y atados como sus demás compañeros,
Hidalgo, que marchaba a caballo detrás de los coches y rodeado de una pequeña
escolta, fue sorprendido a su vez y obligado a rendirse. Iriarte fue el único
que pudo escaparse a Saltillo a reunirse con Rayón.
Presos los jefes y considerable parte de la escolta,
Elizondo avanzó a encontrar la tropa que conducía la artillería: lo inesperado
del ataque no dio tiempo a aquélla a usar de sus cañones; los indios lipanes se
arrojaron veloces sobre los artilleros matando a lanzadas a cuarenta de entre
ellos; los demás independientes o se dispersaron o fueron aprehendidos y
Elizondo se vio dueño de toda la artillería, de los bagajes, del tesoro y de
ochocientos soldados prisioneros.
Pero el gran trofeo de su vil traición consistía en el
numeroso grupo de jefes y oficiales; entre los primeros se hallaban los
principales caudillos de dolores: Hidalgo, Allende, Aldama Hidalgo (don
Mariano), Balleza y dos José Santos Villa; el valiente y magnánimo don José
Mariano Jiménez; Abasolo y Camargo, a quienes hemos visto intimar rendición al
intendente Riaño en Granaditas; Zapata y Lanzagorta, mariscales de campo; fray
Gregorio de la Concepción, que acaudilló el levantamiento de San Luis Potosí; Santamaria,
gobernador que fue Nuevo León; Valencia, director de ingenieros que se unió a
los independientes a su paso por Zacatecas; don José María Chico, ministro de
justicia de Hidalgo durante la permanencia de éste en Guadalajara; Portugal, el
valiente vencedor de La Barca, y don Manuel Ignacio Solís, intendente del
ejército. Entre los demás prisioneros combátase brigadieres, coroneles y otros
de menor graduación, así como empleados civiles y algunos frailes y clérigos,
aparte de Hidalgo, Balleza y fray Gregorio de la Concepción.
Dura fue la suerte de los prisioneros y cruel el rigor con
que fueron tratados desde el momento en que cayeron en poder de los realistas.
Cargóseles de canas y ataduras, hízoseles blanco de horribles insultos, se obligó
a muchos de entre ellos a caminar a pie, y así hicieron su entrada en Monclova
al estruendo de una salva de artillería con que se celebra su derrota y en
medio de las vociferaciones y amenazas de una muchedumbre desenfrenada entre la
que los relistas propalaron el rumor de que los independientes tenían
proyectado entregar el reino a Napoleón. Permanecieron en Monclova encerrados
en estrecha y asquerosa cárcel hasta el 26 de marzo en que salieron para
Chihuahua, bajo la custodia del teniente coronel don Manuel Salcedo, sepáranse
en el punto del Álamo los eclesiásticos, que fueron conducidas por Parras a Durango,
con excepción de Hidalgo, que en unión de los principales caudillos continuó su
marcha hacia Chihuahua, residencia del comandante general de Provincias
Internas. De los presos que quedaron en Monclova los oficiales fueron pasados
por las armas, y los demás, en su mayor parte soldados, distribuidos entre las
haciendas de las inmediaciones o condenados a presidio.
Fuente:
México a través de los siglos, Vol. V, págs.: 211-213
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