RESTOS DE HEROES
El 15 de septiembre de 1823,
Luego de ser fusilados, en 1811, las
cabezas del cura Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez
fueron trasladadas del norte del país por los estados de Zacatecas y Jalisco
hasta llegar a Guanajuato el 11 de octubre de 1811, donde se colocaron dentro
de jaulas de hierro que fueron colgadas en la Alhóndiga de Granaditas, una en
cada esquina, como escarmiento y amenaza para quienes quisieran seguir con la
Guerra de Independencia.
Ahí permanecieron durante 10 años, olvidadas, expuestas a la población, para luego ser descolgadas el 28 de marzo de 1821 y enterradas en el panteón de San Sebastián. Dos años después, un decreto del “Soberano Congreso” ordenó su traslado a la capital mexicana el 17 de septiembre de 1823.
Los restos llegaron a la Catedral
capitalina a las dos de la tarde, mientras sus campanas “doblaban con
impotentes tañidos” desde el día anterior “anunciando la fúnebre ceremonia”;
ese día la capital se vistió de luto, las casas lucían cortinas blancas con
moños negros, todo se enmarcó en los más solemnes honores militares.
José González M. narra en su escrito publicado en EL UNIVERSAL el 16 de septiembre de 1923 que aun estando dentro de la Catedral, en una cripta abajo del Altar de los Reyes, “los respetables restos” no escaparon del olvido ni de la irreverencia. “Ocultos, arrinconados, desatendidos, permanecieron muchos años. En la ciudad se ha borrado el recuerdo de aquellas suntuosas ceremonias; en el templo nadie se acuerda del depósito”.
Un tapicero fue el primero en levantar la
voz por los héroes
Así pasaron 35 años hasta que el 14 de agosto de 1858 el tapicero Francisco Machado, encargado de colocar una alfombra en el pavimento del presbiterio de la Catedral, movido por la curiosidad preguntó al Sacristán Mayor por los restos de los personajes históricos; por respuesta tuvo que permanecían en una cripta abajo del Altar de los Reyes y que nadie los había vuelto a tocar, ni se acordaba de ellos.
Machado insistió en verlos, pero al final no posible porque de las tres llaves ninguna estaba ahí. Llevó su petición de trasladar los restos a un lugar digno hasta los oídos del entonces regidor Pedro Ordóñez, para que a través del Ayuntamiento se consiguiera el cambio; sin embargo, la idea no prosperó porque se consideró imposible y otra vez quedó en el olvido.
Casi otros 30 años después, en 1886, mientras se hacían reparaciones en la bóveda de la misma cripta, el señor Felipe Cuadros, de quien no se especifica en el texto su oficio o profesión, pudo entrar al lugar donde estaban los restos de los caudillos, gracias a uno de los trabajadores.
Según la narración de José González que difundió este diario aquel septiembre de 1923, Cuadros expresó que “un vértigo me saltó al ver diseminados en el suelo algunos cráneos”, por lo que reclamó a los “irreverentes operarios” tal profanación.
Los apenados trabajadores se disculparon argumentando que desconocían que las calaveras pertenecían a los Héroes de la Independencia. Cuadros tomó “aquellas preciosas reliquias”, las limpió con su pañuelo y las devolvió con mucho cuidado a la urna de cedro que había sido profanada y permanecía abierta en una de las esquinas del subterráneo, cuando por decreto de Congreso debía estar cerrada por tres llaves.
El señor Cuadros también pensó en el traslado de los restos a un lugar más digno y apropiado, por lo que junto con un grupo de personas visitaron nuevamente al regidor Ordoñez, quien argumentó que solo un nuevo decreto del Congreso, o una modificación, podría permitir el traslado por lo que nada pudo hacerse y volvió a quedar todo igual. Ni aun siendo él integrante de la Junta Patriótica “Hidalgo” pudo lograrlo ante la Cámara de Diputados.
El mismo Cuadros envió una carta a un diario de la época el 31 de mayo de 1893 diciendo que no había abandonado su propósito y que si no tenía éxito era porque no se le quería oír. En su afán, modificó su iniciativa diciendo que sólo sería un cambio de urna “para guardarlos en el mismo lugar…y nunca sacarlos… pues tropezarían con muchas dificultades”, pero en otra carta, él mismo aceptó que pese a sus esfuerzos sólo encontró indiferencia.
Un peluquero logró el cambio de urna a
través de un diputado
Fue a principios de 1892 que el peluquero Francisco Torreblanca, invitado por el Sacristán Mayor, logró visitar la cripta junto con un grupo de personas que tenían un permiso oficial, fue cuando pudo observar aquel “deplorable estado de abandono”.
El escrito narra que “un pabellón de telarañas cubría por completo la urna” y que el polvo y la inmundicia de las ratas era la alfombra que tapizaba el húmedo pavimento de aquel lugar; lo mal cerrado de la urna dejaba entrar fácilmente a las ratas, “que era seguro la hubieran convertido en nido”.
Torreblanca pensó, como lo hicieron antes Machado y Cuadros, en el traslado de los restos para sacarlos de aquella profanación y olvido, por lo que buscó el apoyo de la Sociedad Fraternal “La Gran Familia Modelo” que pronto adoptó la idea; se nombró una comisión que se encargara de tal propósito, lo cual no fue fácil, pues encontraron “muchos inconvenientes que solo la tenacidad pudo vencer”.
La comisión llegó hasta el general Porfirio Díaz, quien dijo que el asunto requería de un “detenido estudio”, en tanto que el Cabildo Metropolitano contestó que “sólo era depositario de los restos y que no tenía la facultad de removerlos, ni menos de permitir que se colocaran en otra urna”.
Fue el diputado Francisco Mejía quien por fin logró la aprobación del cambio de lugar ante el presidente de la Nación, así fue facilitándose todo hasta que el presidente Porfirio Díaz concedió el permiso solicitado a través de la Secretaría de Gobernación.
Entonces se pidió apoyo a cien sociedades del país y logró reunirse la cantidad de $620.96 pesos que apenas representaba la urna y otros gastos. A ello le siguió una colecta popular, porque se determinó que el costo de la una fuera pagado también por los obreros del país.
El pintor Francisco Arciga fue el primer contribuyente, a quien su excesiva pobreza le permitió aportar sólo un centavo. La sociedad de “La Gran Familia” no perdió la oportunidad para publicar una Memoria que distribuyó entre los contribuyentes.
Así, el 2 de agosto de 1894, según informó el diario “La Convención Radical Obrera”, una comisión de “La Gran Familia” entró a la cripta de la Catedral alumbrándose con “gruesos hachones de cera”, para constatar que “estaba aseada y blanqueadas sus paredes y bóveda, de la que no pendía la más ligera tela de araña”.
El regidor de la capital, que claro era parte de la comitiva, besó el cráneo de Hidalgo, fue el único que tuvo permiso de tocar las reliquias; luego se rezó un responso, tal vez el primero desde 1823 cuando llegaron a la capital procedentes de Guanajuato.
Un año más tarde, el 30 de julio de 1895, en el marco del 84 aniversario del fusilamiento del Padre de la Patria, los huesos fueron lavados en recipientes de porcelana, tratamiento especial que duró tres días, para ser expuestos al sol y a la población y luego ser trasladados de la cripta del Altar de los Reyes a una nueva morada: la Capilla de San José de la misma Catedral donde, según el texto citado, se encontraban “menos olvidados que antes”.
Tuvieron que pasar casi cien años desde su
llegada a la capital, en 1823, ya reconocidos como héroes para que reposaran en
el digno monumento que hoy tienen en la Columna de la Independencia desde 1925.
Fuentes:
Texto: Angélica Navarrete R.
Hemeroteca EL UNIVERSAL
Milenios de México, Humberto Musacchio,
tres tomos. Ed. Raya en el agua.
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