Una Navidad extraña.
Mi abuelo vivía en la Congregación de Los Rodríguez y servía
en la parroquia de ese lugar y cuando el cura Enrique Larrea fue cambiado al
curato de San Miguel lo invitó a trabajar con él y les prestó una pequeña casa
que había en la parte poniente del atrio parroquial, donde más adelante Mons.
Mercadillo hizo aquel Teatro de la Parroquia. Después le compró a una parienta
en abonos muy cómodos la casa de Calvario y se mudó ahí la familia. Al venirse
a la ciudad mi abuelo se trajo entre sus aperos también su gusto por las
pastorelas y coloquios que hizo en aquellos lares, y aqui hacía entonces en la
rinconada del atrio, cuando todavía el maestro Domingo Jiménez no hacía la
escalinata que está frente a la casa de las Sautto (La Fragua), igualmente
utilizaron el rincón que está al pie del reloj cuando todavía el atrio
parroquial estaba empedrado. Una de sus primeras obras del Sr. Cura Larrea fue
levantar el monumento al primer obispo de León el Sr. Sollano y alrededor había
unos pequeños prados que más adelante fueron retirados porque los danzantes ya
no tenían espacio para bailar en las fiestas del Señor de la Conquista y de
Señor San Miguel. Al mudarse a Calvario, envolvió con cuidado sus recuerdos y
se llevó bajo el brazo sus pastorelas y coloquios.
Yo nací en la Calle de Calvario y por ello tengo muy
presente las actividades de mi abuelo quien con mucha anticipación a diciembre
empezaba a seleccionar a los actores que participarían en la pastorela que ese
año pondría. De sus colaboradores asiduos eran: Cruz Araiza, que era nuestro
vecino en el callejón y tenía su peluquería en el portal de Guadalupe y además
daba clases de música; también Cándido y Silvestre Gómez, quienes tenían
excelentes voces; otros que también recuerdo eran: don Lencho que vivía en la
calle de Reloj casi llegando al Hospital “Juan Manuel de Villegas” y también
vecino de esa calle algunas veces también participo Filiberto Martínez García,
quien más tarde se casaría con mi tía Chila; claro, también participaban mis
tías como pastoras: Carmen, la mayor, quien me llevó a todos los templos y me
enseñaba las imágenes que cada uno tiene, sus fiestas, etc. la extrañé mucho
cuando dijo que sí al llamado interno y entregó su juventud y su vida al
ingresar al claustro de las Concepcionistas en donde fue varias veces la madre
superiora por lo que ahora descansa al pie del altar en el coro bajo de las
Monjas, en reunión perpetua con las demás prioras, encabezadas por la fundadora
la madre Sor Lina; Amparo, quien se casó con Isidoro Salgado y al enviudar
contrajo nupcias con uno de los pioneros en la artesanía de la hoja de lata y
latón, don Eleuterio Llamas; además de otras personas que mi memoria de teflón
no conserva.
Mis tíos y otros colaboradores empezaban a hacer el
“escenario” en ese callejón pegado a la casa de Calvario, sólo dejaban un
pequeño paso junta a la casa de don Celestino que vivía enfrente a la casa
paterna. Por supuesto había público empezando por los vecinos, doña Consuelo
Correa, hermana de don Miguel el de la Escondida, los Aboites don Jesús y toda
su familia, otros vecinos eran don José y doña Benita y desde luego Quintanar.
Mi debut en el escenario fue abortado por mi padre pues sólo
sabía que estaba ensayando y que entraría a formar parte de la “compañía” del
abuelo. Llegó temprano de su trabajo y se sentó junto a mi madre esperando el
inicio de la pastorela de “Laura”. En algún momento preguntó -¿Y Luis?,
-¿Luis?, respondió sorprendida mi madre –desde que llegaste vino a sentarse
contigo, voltear y trocar la sonrisa en sorpresa y luego en cólera fue todo
uno; repuesto, dijo: ¿mi hijo vestido de “vieja”? –es que va a salir de
angelito, contestó serena mi madre. Ignorando la respuesta me ordenó -¡ve a
quitarte esos trapos!, -tu papá se va a enojar, -me importa muy poco, y al
repetir la orden me metí al camerino (la casa) a quitarme aquel vestuario. Esa
reacción machista terminó lo que pudo haber sido, quizás, una exitosa carrera
artística.
Las familias crecían y con ellas los problemas de hacinamiento, a insistencia de mi madre mi padre compró dos lotes en la Col. Guadalupe en donde levantó una hermosa casa con un pequeño patio al centro en que mi madre llenó de amor y flores; alrededor del patiecito hizo unas jardineras que siempre tuvieron flores; un corredor cubierto de tejas y adornado con macetas de helechos donde pasamos una infancia feliz ajena a las preocupaciones económicas de mis padres. Al poco tiempo de mudarnos mi abuelo, enfermo y usando muletas, nos visitaba los domingo y comía con nosotros; previamente acordaba con el taxista que lo llevara (Bony casi siempre, Aguado o el Zorrita) que pasaran en la tarde a recogerlo. Un día “no fueron por él” y se empeñó en esperar a quien nunca llegó. Después supimos que les había dicho que no regresara, que se iba a quedar a dormir ahí. Mi abuelo se quedó con nosotros hasta que el Creador quiso. Encadenado por la enfermedad a un sillón que le hizo mi tío Lencho, cada noche dirigía el rezo del rosario y luego nos contaba todas las noches historias diferentes, casi siempre de miedo. Con sus muletas paseaba por otro pequeño jardín que estaba al fondo donde mi madre sembró árboles y más flores y donde mi padre hizo pasillos y un estanque para patos, igualmente tuvimos chiquero para cerdos, gallinero para los pollos y en algún tiempo conejos. Desde luego perros y gatos. Todo un zoológico.
Al llegar diciembre mi abuelo recibía a los “inditos” que
venían a rentarle lo necesario para sus pastorelas o coloquios: los libros con
los textos, vestuarios, máscaras, coronas, morriones, espadas, telones, etc.
hasta que poco a poco ya no los fueron regresando. Pero el espíritu decembrino
no podía morir y desde su llegada se organizaba la posada; bajo su dirección e
equipo hacía cadenas de papel picado, faroles, canastitas para las colaciones e
los aguinaldos, desde luego ponía el nacimiento, con cajas de cartón engrudo,
pintura y piedritas de hormiguero elaboraba casitas, comprábamos cantaros y con
engrudo, periódico y papel de china hacía las piñatas que durante los días
previos, colgadas en las vigas del pasillo anunciaban el festivo ambiente que
se acercaba, arreglaba los peregrinos que llevarían en andas los chamacos más
grandecillos. Llegado el 16 se rezaba el rosario, entre cada misterio se
cantaban villancicos (este era el momento más esperado por los chicos pues mi
padre distribuía entre todos los presentes panderos y silbatos –aquellos que se
les ponía un poco de agua- y exhibían toda la potencia de sus pulmones. Mi
abuelo gozaba. La letanía era otro momento especial pues los peregrinos salían
al patio de abajo y lo recorríamos cantando la letanía, nos dividían entre los
que pedían posada y los que la negaban, hasta volver al pequeño Oratorio que
hay en la casa.
Mi padre siempre fue muy generoso, para tener agua costeó la
tubería desde el portón hasta la casa cuando era el fontanero don Cipriano y
para que las personas no tuvieran que ir hasta el portón por ella puso en la
calle una llave. Tiempo después la tuvo que quitar porque la presidencia no lo
permitía y además porque las personas la desperdiciaban, la dejaban abierta y,
por si fuera poco, lo insultaban cuando los reprendía por dejar la llave
abierta. Muchos chicos que vivían en la colonia al oír los cantos se acercaban
y entonces mi padre los invitaba a pasar; siempre tuvimos así muchos participantes.
Mi madre preocupada por la economía le hacía ver que las bolsas de fruta que
preparaba iban en aumento y no alcanzaban y además los chicos vecinos sólo se
hacían presentes hasta que salían los peregrinos pero no a la hora del rosario.
A lo que no discutía su participación era a que participaran a la hora de las
piñatas que se rompían afuera de la casa. Los mayores dentro de la casa disfrutaban
del ponche cada noche y, hoy lo considero, muy mal hábito tiraban al piso las
cáscaras de cacahuate.
Un día mi abuelo fue requerido por el Patrón. Su obra sigue,
las posadas en la casa de mi padre siguen lo más fiel posible pues ya no está
tampoco mi madre y Concha mi hermana ejerce el matriarcado necesario para
mantener en orden la casa; el patio perdió sus árboles y se llenó pequeñas
casas para las nuevas familias nuestras, se redujo el patio pero éste se
agranda milagrosamente para contener a muchos participantes pues la familia ha
crecido y cabemos; pero, sobre todo, puede albergar a María, nueva Arca de la Alianza,
que a lomo de un pequeño jumento se deja guiar por José quien a su vez confía
en un ángel que va adelante del misterio.
Las posadas, como la vida, pasan volando; la Nochebuena es diferente
sólo se reza la jornada y vamos a misa a recordar que hace 20 siglos un Dios adoptó
nuestra naturaleza para, haciéndose hombre, indicarnos la viabilidad del camino
hacia la gloria del Padre. Al regresar nos encontramos a un nuevo personaje en
la familia y ese pequeño ser llora por lo que requiere del arrullo nuestro.
Todos llevan sus pequeños niños y en una larga columna donde por parejas
arrullamos a ese Dios que ha venido a traernos vida, perdón y paz. Sigue la
cena que, por ser en familia, tiene un sabor especial. Debajo de la alegría
subyace la tristeza por los ausentes, sin decirlo, extrañamos sus risas, sus
regaños, sus travesuras; pero la muerte es lo único cierto que tenemos y esa la
compramos desde el día en que nacimos. Al igual que el paso de la salida de la
comodidad del seno materno pensamos que la muerte nos priva de la “vida” cuando
lo que nos espera es la vida verdadera. Tenemos hoy un compromiso que la
Navidad no sea la que nos impone el comercio. El cariño no se demuestra con un
regalo. Vaciemos de basura nuestra mente para estar en la posibilidad de
aprovechar el gran regalo que esa noche se nos da y después demos graciosamente
lo que graciosamente hemos recibido: Amor. Pues en el último día es de lo único
que seremos evaluados: qué hicimos con los talentos que pusieron en nuestras
manos y del amor que recibimos.
Lamento no compartir la “alegría” de comprar y regalar en estas
fechas o de asistir a las nuevas preposadas o “posadas” donde sobra “poder” pero falta
humildad, donde se encuentra placer pero no hay paz, donde hay alcohol pero
falta espíritu. Ni hablar. Prefiero seguir equivocado con una Navidad extraña, diferente
y, lo peor, inducir a mis hijos y nietos ese camino.
Que el Niño Dios llegue a su corazón y se quede para
siempre.
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