Se lo llevó un Viernes Santo.
El 25 de agosto de 1709 en la ciudad de México nació Luis
Felipe Neri de Alfaro Velázquez, del que dirá Jorge F Hernández: asceta abajeño
por adscripción, mítico por convicción y santo por tradición. La vida del P.
Alfaro estuvo siempre impregnada de la Pasión y Muerte de Jesús por lo que su
Amo decidió llevarlo al Seno del Padre un viernes santo. En “La soledad del
silencio”, dice: en los murales y en los corredores, en sus oraciones y en sus
flagelaciones aparece la magia en dualidad del Santuario. Por un lado, las
flores de sus capillas y, por el otro, las espinas de sus ejercicios
espirituales. Entre sus murales y poemas, todas las paredes del templo y las
capillas ofrecen un panorama artístico abundante, mientras los corredores de la
Casa de Ejercicios, casi sin decorar, ofrecen las manchas de sangre de
ejercitantes que, al flagelarse como penitencia brindan las espinas de
Atotonilco.
En 1765 inició el propio Alfaro la primera tanda de
ejercicios atotonilquenses siguiendo los lineamientos ignacianos. Todas las
flores que se encuentran en el templo y las capillas, en los corredores de la
Casa de los Ejercicios se hacen espinas. Todos los coros y conciertos que
retumbaban en los murales de Pocasangre se vuelven jaculatorias, alabanzas y
flagelos en el edificio contiguo. En realidad, el pincel de Pocasangre no
decoró la Casa de los Ejercicios con el mismo ánimo que el templo de Jesús
Nazareno.
Siendo nativo de la ciudad de México en donde por su
abolengo tenía toda suerte de futuro garantizado. Su notable inteligencia así
lo preveía. Su madre le proveyó de una sólida educación e influencia de piedad
y práctica religiosa intensa, un amor a la pasión de Jesucristo que le motivo
desde temprana edad al sacrificio y mortificación para desagraviar las penas sufridas
por el Salvador. Además de asistir a dos retiros durante el año, comenzó a
realizar actos de mortificación corporal, por amor a la misma se ponía una
camisa tosca de artillería y sobre ella la de lino.
Luis Arana Llamas escribió el libro: “El Santuario de
Atotonilco y sus ejercitantes”, en él recoge el dato de que a los veinte años,
el joven Luis decide seguir a Dios en el estado eclesiástico, decepcionando a
quienes concebían e incluso le sugerían que se dedicara a conseguir brillante
fortuna por la carrera de las letras, para las cuales mostraba sobradas
cualidades. Sin embargo ya tomada su decisión y despreciando la locura de la soberbia
humana, la inestabilidad de los honores y lo caduco y deleznable de las
grandezas y dignidades que comparaba con la inmovilidad de Dios y con la
eternidad de su duración, se encaminó a San >Miguel el Grande dispuesto a
cont9nuar su carrera eclesiástica y recibir el presbiterado en la recién
fundada Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, su santo patrono.
Tres razones pudieron influir en el joven bachiller para venir a la Villa de San
Miguel: su especial veneración por San Felipe Neri de su familia, alejarse de
la ciudad de México, done todos sus parientes insistían siguiera el camino de
las letras y atender problemas de su salud, que desde niño fue precaria. Así
que fue recibido en la Congregación el 26 de mayo de 1730, festividad de San
Felipe Neri.
Muchas son las obras que dejó en la Villa el trabajo del P.
Alfaro: el Calvario, la Salud, las modificaciones del Templo de San Rafael,
etc. igualmente se le recuerda por sus esfuerzos por elevar la piedad de sus
vecinos, como: el rezo del Vía Crucis, la Santa Escuela de Cristo, etc. pero
nos concretaremos en esta ocasión por recordar su obra magna: el Santuario de
Atotonilco y la Santa Casa de Ejercicios a lo que dedicó la mayor parte de sus
esfuerzos.
Por instrucción del fundador, Martínez de Pocasangre pintó
los pasajes de la vida de Cristo en las paredes y techos del Santuario, desde
Belén hasta su resurrección, siendo éstas las capillas que abren hacia el soto
coro de la Capilla de Jesús Nazareno en Atotonilco. El P. José Bravo Ugarte,
S.J. refiere que “Jesús cargando la cruz” es algo hondamente grabado en el alma
del místico, que le mueve a cargar él personalmente una cruz en los viacrucis
de los viernes santos, cumpliendo literalmente lo dicho por el redentor en los
sinópticos: Si alguno quiere venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. (Mat. 10, 24). Jesús con la cruz
es la principal imagen del Santuario.
El Dr. Gamarra asegura que a la oración dedicaba, después
de corto sueño, las altas horas de la noche
y, al mismo tiempo, el santo sacrificio eucarístico; estas meditaciones las
realizó por muchos años metido en un ataúd colocado debajo del altar del Santísimo
Sacramento. Y tantos fueron esos años que tres de los ataúdes se pudrieron.
Además por cuarenta días se retiraba cada año a santificarse en la soledad de
su celda del Santuario con la oración y el ayuno.
Los viernes, nos dice, se los pasaba comiendo el pan de lágrimas,
y nos describe su indumentaria: un jubón que sólo verlo daba horror: le cogía
toda la espalda, el pecho y la caja del cuerpo, con unas puntas tan
penetrantes, que aun los dedos se lastimaban al tocarlo. Los viernes santos, a más
del pan de lágrimas y un poco de ceniza, que era su alimento; a más del jubón
ya dicho, se ponía en los pies unas plantillas de hoja lata, tan ásperas que
parecía imposible diese un paso; en las rodillas se ponía unas láminas cóncavas
del mismo artificio y crucificaba ese modo su cuerpo, que apenas se hallaría en
él parte sana.
En la recién restaurada capilla del Santo Sepulcro, en la
parte interna del dintel de la puerta de acceso se ve una pintura histórica que
exhibe lo que la tradición oral ha conservado, que los viernes santos, en
aquella devotísima procesión que dispuso su ardiente celo y amor a su Jesús, lo
veían con una soga al cuello, con una corona de penetrantes espinas que se le
introducían por la frente y bañaban su rostro de sangre, cargando un pesado
madero, para dar con él en las tres caídas en memoria de las que por nosotros
dio Jesús en la calle de la Amargura. Y para esto, pagaba a un hombre robusto,
que sin piedad lo estiraba de los pies, para dar de este modo un fuerte golpe
en tierra, con el que se le hincaban más las espinas de la corona… era tanto lo
que padecía el cuerpo y el espíritu del P. Luis Felipe en esta dolorosa
procesión, que, explicándose muchos años después con un alma que le mereció
confianza, la dijo: que en ese día moría tres veces al dar las caídas, según
los dolores del cuerpo y las penas que sentía en el alma al contemplar caído a Jesús.
Basado en esas tradiciones Bravo Ugarte nos dice que la
procesión del viernes santo era muy larga, de 12.5 kms. desde San Miguel el
Grande hasta Atotonilco, y continúa: tan grandes penitencias sueles estar
asociadas –pero no necesariamente- a grandes favores místicos de Dios; mas de
éstos nada dicen ni Alfaro ni sus biógrafos. Y así, murió plácidamente en el
Señor, con la soga al cuello y coronado de espinas, ejemplo que imitarían sus
seguidores, el viernes 22 de marzo de 1776.
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