Por: Luis Felipe Rodríguez
Un contrato sin final.

La plática duró no sé cuánto tiempo, pero nos hizo recordar
nuestro San Miguel, así, nuestro San Miguel, porque era el tiempo en que ir de
paseo los fines de semana era ir a la presa, al cerro; los más atrevidos, se
arriesgaban a ir al fondo del Charco del Ingenio y nadar en ese estanque, se
necesitaba ser verdaderamente osados y él lo era, para entrar en la cueva del
Diablo o, como dije subir hasta la otra presa. pero por todo el tubo de la
fábrica.
El drama de esta historia es que Federico es hijo del “Perende”
todo un personaje hace sesenta años. Ya he comentado en otra ocasión y es una
historia muy popular, la forma como uno de los mejores tríos de San Miguel fue
contratado por una breve temporada para trabajar en Canadá y ese lapso no
terminó nunca pues a ese pequeño contrato siguió otro y otro más. Sí, me
refiero al trío de Los Compadres, formado por: Antonio Gómez el “Diácono”, Hilario
Vázquez, el “Perende” y José Martínez, “Chichí” que tocaban en el Conjunto
Allende, aceptaron el contrato y el destino les adicionó: el cambio.
Como la vida los trató tan cálidamente en aquellas gélidas
tierras ya no volvieron más que de vez en cuando. La familia mexicana fue la
que enfrentó el problema y empezó un drama más. Federico tenía 7 u 8 años
cuando su mamá emigró a la Ciudad de México y no regresaría hasta que tenía 8
años más. Guitarra en brazos la rasguea un poco y los recuerdos cortan la naciente
canción. Afloran los primeros recuerdos cuando empezó de garrotero en los
Dragones de la Reina de don Luis de la Sota, junto a la presidencia. Su padre
dejó buenas amistades así que la mayoría lo llamaba Perende, sólo don Dan
Mojica, en la Terraza, le decía Vázquez.

Sin terminar una sola canción recuerda los momentos tristes
de su niñez, las cinturoneadas que le daba su mamá. Iba a la escuela de la
fábrica, ´pero al regresar se brincaba por la huerta de don Luis Álvarez y, por
encargo, se robaba algo de la fruta que se sembraba ahí: duraznos, chabacanos,
membrillos, peras y nueces. También, por unos pesos, iba por biznagas de las
que había por el lado de la presa desafiando la gravedad al caminar por todo el
tubo de la fábrica hasta llegar a la presa grande.
Por fin termina una canción romántica y da prueba de su
dominio sobre la guitarra, aunque justifica que debiera ser mejor si practicara
diario, pero no se dedica a eso. Tiene más de 40 años viviendo en EEUU y su
trabajo se relaciona con todo tipo de automóviles, por lo que conoce bien
marcas y modelos. Su trabajo le ha permitido estar en muchas partes de la unión
americana y buena parte de Canadá. En Latinoamérica ha vivido en Colombia, pero
su sueño es viajar a Europa en plan de vacaciones.
Estuvo en San Miguel hace cuatro años. La última vez se
decepcionó tanto de ver los cambios que hay que decidió regresar a los Ángeles,
donde vive, aunque era el mismo 24 de diciembre y está ya divorciado. El
fantasma del recuerdo lo regresa y comenta las fiestas pueblerinas que
disfrutaba: la feria de San Miguel, instalada en la Plazuela de San Felipe que
al crecer fue cambiada a la calle de Insurgentes, frente a la biblioteca. El
sólo recuerdo de don Goyo, aquel encargado de la Ola, hace que se sienta en el
estómago un ligero tirón al recordar aquel juego el que ayudaba a girar por
unos cuantos pesos. Y como hablando para sí sigue diciendo: los caballitos, los
cochecitos, levanta la voz y dice: la rueda de la fortuna ¡qué padre tiempo!
Las fiestas de entonces eran una suspensión de actividades,
en la fiesta de San José del Obraje, junto a los campos de beis-bol, los
campesinos llegaban con sus yuntas, hermosamente adornadas con los mejor de sus
cocechas que eran su tributo al festejado y que después se repartía a los
asistentes. Imposible de pasar por alto el recuerdo del parque y su andanzas
huyendo de los huerteros; y cuando el tiempo se venía, el ver los grupos del
parque, de la Aurora, del Puente de Guanajuato, del Valle del Maíz que después
del convite llegaban muy “alumbrados” a seguir el festejo a aquel atrio cerril
lleno de órganos de San Antonio en donde sólo tenía forma el maguellal de don Gabino
Arteaga, surtidor de casi todas las pulquerías de entonces.
La fiesta del Valle del Maíz no pasa por alto, igual que las
fiestas de San Juan de Dios, pero al recordar la festividad del mero mero
patrón, San Miguelito, otra vez sube la voz para explotar así: las fiesta de
ahora ya cambiaron demasiado. Y ¿los globos de cantoya?, ¿dónde están aquellos buscapiés?, las
tortugas, aquellos barcos que ponían colgadas a la pared de la presidencia o de
la casa de Allende y que iban y venía en un hilo que les servía de guía. Se
regresa en el tiempo un poco para recordar a dos personajes icónicos de la vida
sanmiguelense. Don Antonino y sus Hortelanos y el pitito y la chirimía de don
Inés ensayando en la colonia Guadalupe, frente a la casa de Nicolás Infante.

En la plática le pregunto por mi primo, otra fichita como
él, el “Chaquiras” y platica de sus aventuras en la estación de los
ferrocarriles. Como él, se fue al norte y ya no regresó, ahora vive cerca de
Fresno, en California. Suelta una carcajada y recuerda que uno de sus gustos
era, ya en la tarde, con el pasto seco que había por la barda de la colonia
Guadalupe, hacer lumbradas, después, al grito de tres, arrojar al fuego balas
por lo que corrían desesperados por todos lados. En alguna ocasión le tocó
pagar su atrevimiento pues una de calibre 22 le pegó cerca de la rodilla. Afortunadamente
no llegó a mayores. Pero se lamente. Eso era atrevido, pero ahora no puedes
andar seguro después de las doce de la noche porque corres riesgo.

Pero no podíamos despedirnos nostálgicos de un amigo, así
que el Jais nos cuenta de despedida una anécdota. Dice: “acabábamos de terminar
un partido de esos llenos de pasión que nadie quiere perder, todos hicieron el
mejor esfuerzo y al final, independientemente del resultado todos seguimos
siendo tan amigos como siempre, pero merecemos un descanso así que el mejor
lugar es la alberca redonda de Taboada. En dos por tres se llena y se empieza a
relajar el cuerpo con esa bendita agua termal. Espera a que todos estén adentro
y tomando un alicante que por el pasto descansa, así que sin el menor temor lo
toma con ambas manos y se lanza con un grito a la alberca. Más tarda en entrar
que el equipo en dejarlo solo, claro, en medio de un aguacero de recordatorios
familiares.
Estimado cronista: Excelente relato, lleno de recuerdos, pero sobre todo, de vida emotiva que nos acerca a la esencia de San Miguel de Allende: su gente. ¿felicidades!
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